Corría el mes de junio cuando hizo una nueva visita a Constantino. El criado la condujo a la sala de los iconos, por lo visto sin saber que el propio Constantino estaba en la estancia contigua hablando con alguien.
Ana fue hasta la pared del fondo, con la intención de alejarse para no oír nada, ya que, fuera lo que fuese, una confesión o simplemente los preparativos para una ceremonia, los interlocutores confiaban en que era algo privado.
Pero Constantino y su acompañante comenzaron a apartarse gradualmente del patio para dirigirse a la arcada que daba paso a la sala, de modo que Ana alcanzó a ver al otro hombre, al cual reconoció porque en cierta ocasión había atendido a su madre. Tendría casi treinta años y se llamaba Manuel Sinópulos. Era un joven más bien enérgico, seguro de sí mismo y dotado de un físico inusualmente anodino, pero su familia poseía grandes riquezas, y en ocasiones podía resultar encantador.
Extrajo de su dalmática una bolsa de cuero repleta de monedas y se la entregó a Constantino.
– Para dar de comer a los pobres -dijo en voz baja.
La respuesta de Constantino fue serena, pero no desprovista de un clarísimo tono de alegría.
– Os lo agradezco. Sois un buen hombre, y seréis un noble elemento que añadir a la Iglesia, un gran guerrero por la causa de Cristo.
– Un capitán -dijo Sinópulos, y a continuación se volvió con una sonrisa.
Ana se negaba a creer lo que había visto. No podía ser que Constantino acabara de vender un cargo de la Iglesia a cambio de dinero, aunque luego se lo diera todo a los pobres, tal como le había indicado Sinópulos.
Manuel Sinópulos no era un sacerdote más digno, más hombre de Dios, que cualquier otro joven que no estudiara nada y que compensara sus errores a base de dinero y gozara de sus placeres cuando se le antojara, como si estuviera en su derecho. Su familia estaría agradecida, y en tanto la Iglesia griega continuara siendo independiente de Roma, un alto cargo le aportaría mayores riquezas todavía. Pero muy por encima del dinero estaban el orgullo y el respeto.
Cuando Constantino acudió por fin al encuentro de Ana, traía el semblante alegre y ligeramente arrebolado.
– Acabo de recibir una nueva donación para los pobres. Estamos cobrando fuerza, Anastasio. Los hombres están arrepintiéndose de sus pecados, se confiesan y dejan atrás el pasado. No desean unirse a Roma, sino luchar a nuestro lado por la verdad.
Ana se obligó a sonreír.
– Magnífico.
Constantino captó el tono forzado.
– ¿Ocurre algo?
– No -mintió ella, pero sabía que el obispo no iba a creerle-. Ocurre simplemente que hay mucho camino por andar.
– Estamos ganando aliados continuamente. Ahora tenemos de nuestra parte a los Sinópulos, y siempre hemos tenido a los Skleros.
Ana quiso preguntar a costa de qué, pero no estaba preparada para retar a Constantino.
– Venía por otro asunto, un paciente que me preocupa… -dijo Ana, y a continuación pasó a tratar el tema de su visita.
Constantino la escuchó con paciencia, pero su pensamiento estaba aún ocupado por la alegría del logro conseguido.
Días después, Ana encontró a Zoé en su alcoba, acostada en la gran cama. El colchón, guarnecido con encajes y relleno de lana de oveja, estaba cubierto además con plumón de ganso y con limpias sábanas de lino bordado. Era tan blando, que Zoé estaba hundida en él con gran placer, y aun así se sentía cansada y malhumorada. Tenía los pulmones congestionados y se quejaba de que dicha molestia le impedía dormir. Echaba a Helena la culpa de haber traído aflicción a la casa.
– Entonces es que también ella está enferma-dedujo Ana-. Lo lamento. ¿Queréis que le lleve algunas hierbas medicinales? ¿O acaso ella prefiere un médico… más tradicional? -Era una manera delicada de preguntar si Helena iba a aceptar la medicina antes que un sacerdote que la trataría mediante la oración y la confesión. Zoé soltó una carcajada áspera.
– ¡No me habléis con remilgos, Anastasio! -exclamó, al tiempo que se incorporaba un poco contra las almohadas-. Helena es una cobarde. Confesará cualquier trivialidad y tomará las hierbas si le gustan, lo cual imagino que vos sabéis de sobra. ¿No es eso lo que hacéis con la mayoría de las personas, llevar consuelo a su conciencia culpable empleando la doctrina que ellas esperan, y después administrarles la medicina que va a curarlas realmente de su enfermedad?
Ana sintió un escalofrío al ver que Zoé la analizaba con tanta facilidad. Pero luchó por obtener una respuesta.
– Unas personas son más sinceras, otras lo son menos -respondió de soslayo.
– Pues Helena lo es menos -replicó Zoé con frialdad-. Sea como sea, ¿por qué os preocupáis por ella? Os he llamado yo, no mi hija. ¿Es porque es la viuda de Besarión? Desde el principio venís mostrando una curiosidad por él más bien inusitada.
Con Zoé nunca funcionaban las mentiras.
– Así es -contestó Ana con audacia-. Por lo que he oído decir, Besarión se oponía fervientemente a la unión con Roma, y por ello fue asesinado. Me inquieta profundamente que podamos perdernos nosotros mismos junto con todo aquello en lo que creemos por culpa de algo que a todos los efectos es una invasión mediante engaños. Esto parece rendición. Y yo preferiría ser conquistado sin dejar de pelear.
Zoé se incorporó apoyada en los codos.
– Bien, bien. ¡Así se habla! Os habríais sentido muy decepcionado por Besarión, os lo prometo. -Su tono de voz iba cargado de desprecio-. ¡Él poseía menos virilidad que vos, por Dios!
– En ese caso, ¿a qué molestarse en asesinarlo? -preguntó Ana-. ¿O fue para sustituirlo por otro mejor?
Zoé calló unos instantes, inmóvil, apoyada sobre un codo, aunque dicha postura debía de resultarle incómoda.
– ¿Como quién? -inquirió.
Ana se lanzó de lleno.
– ¿Antonino? -dijo-. ¿O Justiniano Láscaris? Hay quien afirma que era lo bastante hombre para eso. ¿No poseía valor? -Ana procuraba hablar en tono de naturalidad, aunque tenía las manos rígidas y el cuerpo en tensión. Había empezado diciendo aquello simplemente como una forma de espolear a Zoé para que lo negara y tal vez le revelara algo más. Ahora, aquella idea bailaba sin freno en su cabeza como una posibilidad.
– ¿Creéis que yo lo sé? -Era una exigencia, y el tono empleado por Zoé fue afilado como un cuchillo.
– Sería una sorpresa que no lo supierais vos. -Ana le sostuvo la mirada.
Zoé volvió a recostarse contra las almohadas extendiendo en abanico su hermosa y reluciente melena.
– Pues claro que lo sé. Besarión era un necio. Confiaba en personas de todas clases, ¡y ya veis adonde lo llevó esa confianza! Isaías Glabas es encantador, pero le gustan los jueguecitos, es un manipulador. Sólo un necio tiene necesidad de ser amado, aunque sea algo agradable, por supuesto, y también útil, pero no es necesario. Antonino era leal, una buena mano derecha. Sí, Justiniano era el único que poseía cerebro y un carácter férreo para aquella empresa. Fue una lástima que Besarión fuera tan idiota como para perder su amuleto en las cisternas. ¡Sabe Dios qué estaba haciendo allí! Ojalá lo supiera yo.
– ¿En las cisternas? -repitió Ana, intentando ganar tiempo-. Yo pensaba que Besarión había muerto en el mar. ¿Alguien robó el amuleto?
Zoé se encogió de hombros.
– ¿Quién sabe? No se encontró hasta varios días después, de modo que es posible que lo colocara allí el ladrón.
– ¿Un amuleto? -se extrañó Ana-. ¿Cómo era?
– Oh, era el de Besarión -le aseguró Zoé-. Muy ortodoxo, nada imaginativo, más bien una pieza sin gracia, la verdad. Justiniano tenía uno mucho mejor, que llevaba puesto a todas horas. Y aún lo tenía encima cuando se lo llevaron al destierro.
– ¿En serio? -Ana no podía controlar la emoción que le quebraba la voz-. ¿Cómo era?
– Una figura de san Pedro andando sobre las aguas con Cristo tendiéndole la mano -respondió Zoé, y por un instante su voz también se tiñó de emoción, una mezcla de dolor y asombro.
Ana lo conocía. Era el que le había regalado Catalina. Era una broma que había entre ellos dos, delicada y muy profunda: una referencia a la fe suprema, que dominaba toda flaqueza y propagaba el amor. Así que Justiniano aún lo llevaba. No debía llorar delante de Zoé, pero las lágrimas se le agolparon en la garganta.
– Justiniano se hallaba a una milla de allí, cenando con unos amigos -explicó Zoé-. Supongo que por eso sospecharon de su complicidad. Eso, y por el hecho de que fue en las redes de su barco donde se encontró el cadáver de Besarión, que supuestamente se había ahogado al enredarse en ellas.
– El amuleto de Besarión pudo haber ido a parar a las cisternas en cualquier momento -arguyó Ana-. ¿Cuándo lo robaron?
Zoé se acomodó un poco más contra las almohadas.
– La noche en que lo asesinaron -contestó-. Aquel día lo llevaba puesto. Y no sólo lo confirmó Helena, sino también sus sirvientes. Ella podría mentir, pero ellos no poseen capacidad para mentir con coherencia, ninguno de ellos.
– ¡Así que Justiniano! Yo pensaba… -Ana dejó la frase sin terminar, pues no sabía qué decir. Estaba delatándose. Nada de aquello era lo que quería saber-. ¿Qué… cómo era ese tal Justiniano? -No deseaba saberlo, pero no pudo evitar preguntarlo. Ella lo recordaba como era antes, lo mucho que ambos habían compartido, tanto en la forma de pensar cómo en la pasión por las cosas, casi como almas gemelas.
– ¿Justiniano? -dijo Zoé recalcando las sílabas-. Me gustaba. A veces me hacía reír. Podía ser brusco y tozudo, pero no era débil. -Sus anchos labios se fruncieron-. ¡Odio la debilidad! No os fiéis nunca de una persona débil, Anastasio, sea hombre o mujer… o eunuco. No os fiéis de una persona que necesita aprobación. Cuando las cosas se pongan difíciles, se pondrá de parte del ganador, con independencia de lo que éste represente. Y tampoco os fiéis de una persona que necesita del elogio; comprará la aprobación de los demás, cueste lo que cueste. -Alzó en el aire un dedo largo y fino-. Y por encima de todo, no os fiéis de alguien que no crea en nada salvo en el consuelo de no estar solo; es capaz de vender su alma por cualquier cosa que parezca ser amor, sea lo que sea en realidad. -A la luz de las antorchas su semblante se veía duro y contraído por el dolor, como si hubiera contemplado el primer gran desengaño.
– ¿Y en quién he de confiar? -preguntó Ana, haciendo un esfuerzo para inocular aquella misma actitud de aspereza en su tono de voz.
Zoé la miró estudiando todos los ángulos de su rostro, los ojos, la boca, las mejillas carentes de vello y la suavidad del cuello.
Confiad en vuestros enemigos, si es que sabéis quiénes son; por lo menos ellos son previsibles -dijo por fin-. ¡Y no me miréis así! Yo no soy enemiga vuestra… ni tampoco amiga. Además, a mí no podréis predecirme, porque haré lo que tenga que hacer, con el favor de Dios o del diablo, para obtener lo que deseo.
Ana le creyó, pero no se lo dijo.
Zoé lo leyó en su expresión y lanzó una carcajada.