CAPÍTULO 81

Cuando dio la absolución a Teodosia, Constantino estaba seguro de ser el instrumento de su salvación y de que ella iba a estarle eternamente agradecida.

Pero ahora sentía por dentro una molesta comezón que le decía que Anastasio no se equivocaba. Recordó la desesperación y la humillación de Teodosia después de que su esposo la abandonara. Ella se había sentido agradecida por su apoyo, por sus palabras tranquilizadoras, por la constante promesa de que contaba con la inspiración y la bendición de Dios.

En comparación, en los últimos tiempos, cuando se veían Teodosia se mostraba cortés, pero sus ojos eran inexpresivos.

Cuando Teodosia lo recibió, sintió que se le encogía el estómago de aprensión.

– Obispo Constantino -dijo en tono de cortesía acudiendo a su encuentro-. ¿Cómo estáis? -Ella estaba magnífica, ataviada con una túnica bordada de un verde esmeralda y una dalmática con incrustaciones de oro, además de los adornos de oro que lucía en el pelo. Aquella tonalidad intensa hacía destacar el color de su piel.

– Muy bien -repuso él-, teniendo en cuenta los peligrosos tiempos en que vivimos.

– En efecto -convino ella al tiempo que desviaba la mirada, como si prestara atención a algún peligro que acechase al otro lado de las maravillosas pinturas que decoraban la estancia-. ¿Permitís que os ofrezca algún refrigerio? ¿Unas almendras o unos dátiles, tal vez?

– Os lo agradezco -aceptó el obispo. El hecho de tener comida delante facilitaría las cosas; sería una grave descortesía por parte de Teodosia que lo despidiera mientras comía-. En estos últimos meses no he tenido tiempo de hablar con vos. Parecéis turbada. ¿Hay algo en lo que yo pueda ayudaros?

– Estoy bien, os lo puedo asegurar -dijo.

Constantino había pensado mucho en cómo sacar a colación con delicadeza el tema de la penitencia.

– Últimamente no venís a confesaros, Teodosia. Sois una mujer buena, lo sois desde que yo os conozco, pero en ocasiones todos desfallecemos, aunque sólo sea por no confiar del todo en Dios y en su Iglesia. Eso es pecado, ya lo sabéis… un pecado que es muy difícil no cometer. Todos tenemos dudas, ansiedad, miedo a lo desconocido.

– ¿Y qué esperáis que confiese? -inquirió Teodosia.

Constantino captó la amargura que había en su voz. Anastasio había acertado. Recorrió la habitación con la mirada y preguntó:

– ¿Dónde está el icono? -Sin duda Teodosia sabía a cuál se refería; sólo había un icono que hubiera circulado entre ellos, el que le obsequió él para rubricar su absolución y su retorno a la Iglesia.

– En mis aposentos privados -respondió Teodosia.

– ¿Contribuye a aumentar vuestra fe el hecho de contemplar a la Virgen y recordar la sublime confianza que tenía ella en la voluntad de Dios? -preguntó Constantino-. «Hágase en mí según tu palabra» -dijo a continuación, citando la respuesta que dio María al arcángel san Gabriel cuando éste le anunció que iba a ser la Madre de Cristo.

Entre ellos se hizo un silencio incómodo.

– La confesión y la penitencia pueden sanar todos los pecados mortales -dijo ahora con voz serena-. Así es la expiación llevada a cabo por Cristo.

Teodosia se volvió.

– Creed lo que os apetezca, obispo, si eso os reconforta. Yo ya no tengo esa certeza. Puede que algún día la recupere, pero no hay nada que podáis hacer por mí.

Constantino sintió fastidio. Teodosia no tenía derecho a hablarle así, como si aquel sacramento de la Iglesia no tuviera ningún valor.

– Si aceptarais una penitencia -dijo en tono firme-, como separaros de Leónico durante un período de tiempo y consagraros a cuidar de los enfermos, entonces…

– No necesito ninguna penitencia, obispo -lo interrumpió ella-. Vos ya me habéis absuelto de todo error que pueda haber cometido. Si mi fe es menor de lo que debería ser, asumiré esa pérdida. Ahora os ruego que os marchéis, antes de que regrese Leónico. No quiero que piense que he estado confiándome a vos.

– ¿De verdad necesitáis el amor humano tanto como para estar dispuesta a perder el amor divino sin conservar siquiera la semblanza del mismo? -le preguntó con terrible conmiseración.

– A un ser humano sí puedo amarlo, obispo -replicó Teodosia con vehemencia-, en cambio no puedo amar un principio que los hombres abrazan cuando les conviene. Lo que predicáis vos es un conjunto de mitos y ordenanzas, normas que varían según vuestra conveniencia. Leónico es un ser humano, puede que no perfecto, como vos decís, ni siquiera leal, pero auténtico. Habla conmigo, me responde, me sonríe, incluso en ocasiones me necesita.

Constantino acató lo inevitable.

– Algún día cambiaréis de opinión, Teodosia. La Iglesia seguirá estando en el mismo sitio, dispuesta a perdonar.

– Os ruego que os marchéis -insistió Teodosia con voz queda-. Vos no amáis a Dios más que yo. Vos amáis vuestro cargo, vuestros ropajes, vuestra autoridad, el no tener que pensar por vos mismo ni enfrentaros al hecho de que estáis solo y no significáis nada… como todos nosotros.

Constantino la miró fijamente, estremeciéndose en su desesperación, como si lo estuviera inundando un agua helada que poco a poco le subiera por los pies, las rodillas y los muslos, hasta alcanzar el lugar en que deberían encontrarse sus órganos mutilados. ¿Era verdad aquello, era la Iglesia lo que amaba, no a Dios? ¿Ansiaba el orden, la autoridad, la fantasía de tener poder, y no el apasionado, exquisito e imperecedero amor a Dios?

Se negó a pensar en ello y lo expulsó de su mente. Acto seguido, giró sobre sus talones y se dirigió a grandes zancadas hacia la salida.


– Se lo he propuesto -le dijo a Anastasio más tarde-, pero no ha querido aceptar penitencia alguna. Sin embargo, tenía que intentarlo.

Miró a Anastasio buscando el respeto que debería reflejarse en sus ojos, él reconocimiento de la paciencia y la nobleza que había demostrado, y en cambio no vio más que desprecio, como si estuviera poniendo excusas. Descubrió horrorizado cuánto le dolía aquella reacción.

– ¡Vuestra arrogancia es una blasfemia! -exclamó Constantino, súbitamente ofendido-. No tenéis humildad. Os dais mucha prisa en sugerir que Teodosia haga penitencia, pero vuestros propios pecados quedan sin confesar. ¡Volved a mí cuando estéis dispuesto a hincaros de rodillas!

Anastasio, con el rostro blanco como la cal, se fue y dejó al obispo mirándolo, todavía con ganas de decir algo más, pero sin encontrar palabras que fueran lo bastante duras para herir el alma.

El dolor que sentía Ana a causa de aquella desilusión era hondo. En otra época había visto muchas cosas buenas en Constantino, tal vez porque necesitaba verlas. Ahora, las ordenanzas de la Iglesia habían dejado de tener valor, porque carecía de las creencias que se necesitaban para acatarlas. ¿Y cómo iba a tenerlas? Al conceder a Teodosia un perdón tan vacío, Constantino había eliminado la posibilidad de absolverla también a ella. Tan sólo podía apoyarse en su propia manera de entender a Dios, buscar aquella llama en la oscuridad de la noche, el calor que le envolvía el alma cuando estaba arrodillada a solas.

Quizá fuera así como tenían que ser las cosas. Cuando uno no tiene a nadie al lado, levanta la vista hacia el cielo.

Es la oscuridad la que pone a prueba la luz. Ana debía aceptar que estaba sola, no pretender el apoyo ni el perdón de los demás, sino buscar en su corazón y en su mente hasta que lo encontrara para sí misma.

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