CAPÍTULO 32

Helena estaba indispuesta por culpa de una dolencia leve pero embarazosa que prefería que le tratase Ana, en lugar del médico al que solía llamar.

Eran las primeras horas de la tarde, y Simonis despertó a Ana, que había aprovechado para descansar un rato. Estaba agotada de curar a los mutilados y los agonizantes, y la primera reacción instintiva que tuvo cuando Simonis le dijo que Helena la había mandado llamar fue de rechazo. ¿Cómo iba a seguir mostrando una paciencia infinita con una leve irritación de la piel, cuando había hombres que estaban siendo torturados hasta la muerte?

– Es la viuda de Besarión -dijo Simonis en tono cortante, mirando a Ana a la cara-. Ya sé que estás cansada. -Su voz se suavizó, pero aún conservaba un tono de apremio y de miedo-. Llevas varias semanas sin dormir como es debido, pero no puedes permitirte el lujo de rechazar a Helena Comnena. Conoció a Justiniano -pronunció su nombre con dulzura- y a sus amigos. -No quiso añadir nada más, pero lo que calló quedó flotando en el aire.


Helena recibió a Ana en una estancia suntuosa, contigua a su alcoba. Los murales se habían renovado, y ahora eran mucho más eróticos de lo que habría permitido Besarión. Ana ocultó una sonrisa.

Helena estaba vestida con una túnica suelta. Tenía un desagradable sarpullido en los brazos. Al principio se mostró asustada y muy cortés; pero más adelante, cuando las hierbas medicinales y los consejos empezaron a surtir efecto, perdió la preocupación y volvió a aflorar su arrogancia natural.

– Todavía me duele -dijo Helena apartando el brazo.

– Todavía os dolerá un poco más de tiempo -le dijo Ana-. Debéis llevar la pomada siempre puesta, y tomar las hierbas al menos dos veces al día.

– ¡Son asquerosas! -exclamó Helena torciendo el gesto-. ¿No tenéis algo que no sepa como si quisierais envenenarme?

– Si quisiera envenenaros, utilizaría algo que fuera dulce -replicó Ana con una ligera sonrisa.

Helena palideció. Ana se percató y su interés se agudizó. ¿Por qué Helena había mencionado el veneno con tanta facilidad? Desvió la mirada y permitió que la seda de la túnica de Helena cayera de una manera más modesta.

– ¿De verdad tenéis idea de lo que estáis haciendo? -le espetó Helena.

Ana decidió arriesgarse.

– Si estáis preocupada -sugirió-, conozco a otros médicos que podrían conveniros mejor. Y estoy segura de que Zoé conoce a muchos más.

Helena tenía la mirada dura y llameante, y las mejillas enrojecidas. Tragó saliva como si tuviera algo áspero en la garganta.

– Disculpadme, he hablado de manera precipitada. Vuestra destreza es más que suficiente. Es que no estoy acostumbrada al dolor.

Ana mantuvo los ojos bajos por si Helena advertía en ellos el desprecio que sentía.

– Hacéis bien en mostrar cierta aprensión -dijo en tono pausado-. Estas cosas, si no se tratan rápidamente, pueden transformarse en algo muy grave.

Helena tomó aire con un leve siseo.

– ¿De veras? ¿Cómo de rápidamente?

– Como habéis hecho vos. -Ana había exagerado el peligro-. He traído otra hierba que os vendrá bien, pero, si queréis, me quedaré con vos para que, si surte un efecto distinto del deseado, pueda administraros el antídoto. -Aquello era una pura invención, pero iba a llevar un poco de tiempo sacar a colación los temas que deseaba explorar.

Helena tragó saliva.

– ¿Qué efectos? ¿Me pondré enferma? ¿Vomitaré?

– Os desmayaréis -dijo Ana, pensando en algo que no fuera demasiado angustioso-. Puede que sintáis un cierto sofoco, pero pasará enseguida si os doy la hierba que lo contrarresta. No debéis tomarla a menos que sea necesario. Yo me quedaré con vos.

– ¡Y me cobraréis de más, sin duda! -saltó Helena.

– Por la hierba, no por el tiempo empleado.

Helena reflexionó durante unos segundos y al final aceptó. Ana mezcló varias hierbas y ordenó que las remojaran en agua caliente. Tendrían un efecto relajante, bueno para la digestión. Calmó su conciencia diciéndose que estaba cumpliendo su juramento, que si bien no estaba haciendo ningún bien, al menos no estaba causando daño.

Helena vio que Ana recorría los murales con la vista.

– ¿Os gustan? -le preguntó.

Ana respiró hondo.

– Son singulares -contestó-. Nunca he visto nada igual. -En vivo, supongo que queréis decir -observó Helena con tono de burla.

Ana sintió deseos de decirle que en una ocasión había atendido a pacientes de un burdel y que había visto cosas parecidas a aquéllas, pero no podía permitirse ese lujo.

– No -contestó apretando los dientes.

Helena lanzó una carcajada.

La criada regresó con las hierbas remojadas en una copa. Helena bebió un sorbo.

– Están amargas -señaló, mirando a Ana por encima del borde de la copa.

Ana ya no podía retrasarlo más.

– Deberíais cuidaros -dijo, procurando poner cara de preocupación-. Habéis sufrido mucho. -Con un ligero sobresalto, cayó en la cuenta de que, hasta donde ella sabía, aquello podía ser verdad.

Helena intentó disimular su sorpresa, pero sin conseguirlo del todo.

– Mi esposo fue asesinado -confirmó-. Naturalmente, no ha sido fácil.

Mientras la observaba, Ana se dijo que era perfectamente posible que Helena hubiera ayudado a perpetrar el asesinato, pero ocultó su asco detrás de una expresión de preocupación.

– Tuvo que ser terrible. ¿Acaso no lo asesinaron unos hombres que vos considerabais amigos suyos, y vuestros?

– Sí -contestó Helena despacio-. Eso fue lo que pensé.

– Lo siento mucho -murmuró Ana-. No quiero ni imaginar lo que debe de haber sido para vos.

– No podéis -corroboró Helena. Por su semblante cruzó una sombra que pudo ser de desdén, o tal vez un movimiento de la luz-. Justiniano estaba enamorado de mí, ¿sabéis? Ana tragó saliva.

– Ah, ¿sí? Tenía entendido que era Antonino, pero a lo mejor lo he entendido mal. No era más que un chismorreo. Helena no se movió.

– No -negó-, Antonino me admiraba, quizá, pero eso no se puede considerar amor, ¿no? -No lo sé -mintió Ana. Helena sonrió.

– No lo es. Es un apetito. ¿Sabéis a qué me refiero? -Volvió la cabeza y recorrió a Ana con la mirada-. Es un modo eufemístico de llamar a la lujuria, Anastasio.

Ana bajó los ojos para impedir que Helena leyera en ellos.

– ¿Os estoy turbando? -preguntó Helena con evidente placer.

Ana deseaba fervientemente contraatacar, gritarle a la cara que no, que sentía repugnancia por su avaricia, sus manipulaciones y sus mentiras, pero no podía permitírselo.

– Os estoy turbando -dedujo Helena con regocijo-. Pero vos no conocisteis a Antonino. Era apuesto, en cierto modo, pero carecía de la profunda personalidad de Justiniano. Él era extraordinario… -Dejó la frase sin terminar, una sugerencia infinita.

– ¿Eran amigos? -inquirió Ana.

– Oh, sí, en muchas cosas -repuso Helena-. Pero a Antonino le gustaban las fiestas, la bebida, los juegos, los caballos, esas cosas. Era muy amigo de Andrónico, el hijo del emperador, aunque tal vez no tanto como Isaías. Justiniano también era un jinete excelente, pero poseía más inteligencia. Leía de todo. Le gustaban la arquitectura, los mosaicos, la filosofía, las cosas hermosas. -En su rostro apareció un gesto de pesar, momentáneo pero muy sentido.

Ana también se sintió conmovida. Experimentó un sentimiento de lástima y también de cercanía hacia Helena, en aquel instante fue como si ambas estuvieran unidas por la aflicción, y a lo mejor así era.

Pero al momento aquella sensación se quebró.

– Tenéis razón -dijo Helena con voz ronca-. He sufrido. Mucho más de lo que piensa mucha gente. Debéis cuidar de mí. No pongáis esa cara de consternación, sois un buen médico.

Ana hizo un esfuerzo para centrar de nuevo la atención en el momento presente.

– No sabía que Justiniano estaba enamorado de vos -dijo. Su propia voz le sonó artificial. Recordó que Constantino había dicho que Justiniano se sentía asqueado por las insinuaciones de Helena y la rechazó. ¿Sería ésa la verdad?-. Debéis de echarlo de menos -agregó.

– Así es -confirmó Helena con una sonrisa breve e imposible de interpretar, como no fuera que con ella pretendía enmascarar otra cosa. Ana era un sirviente y un eunuco; ¿por qué iba Helena a desvelarle nada sin necesidad?

– Y también a vuestro esposo -añadió Ana juiciosamente.

Helena se encogió de hombros.

– Mi esposo era muy aburrido -dijo-. Siempre estaba hablando de religión y de política, y se pasaba la mitad del tiempo fuera de casa, con ese maldito obispo.

– ¿Con Constantino? -dijo Ana con sorpresa.

– Naturalmente que con Constantino -saltó Helena. Miró la copa que sostenía en la mano-. Esto es asqueroso, pero no me está sentando mal. No es necesario que os quedéis -la despidió-. Volved dentro de tres días. Entonces os pagaré.


Ana regresó, y llevaba allí sólo diez minutos con Helena cuando anunciaron otra visita, la de Eulogia Muzakios. Helena no tenía más remedio que invitarla a pasar en cuanto estuviera vestida o permitir que Eulogia supiera que había un médico presente, o, más peligroso aún, algún otro visitante al que no quería que conociera Eulogia.

– Si os atrevéis a decirle que habéis venido a tratarme de alguna enfermedad, me encargaré de que no volváis a trabajar nunca -rugió con el rostro encendido-. ¿Me habéis entendido?

– Es mucho más sensato decir que os habéis torcido un tobillo -aconsejó Ana-. Vuestra visitante percibirá el olor del ungüento que flota en el aire. Yo no os llevaré la contraria.

Helena se estiró la túnica y no se molestó en contestar.

Unos momentos más tarde entró Eulogia trayendo en las manos unas frutas con miel a modo de obsequio. Era una mujer elegante, rubia y más bien delgada, un poco más alta que Helena. Había en ella algo que a Ana le resultó familiar y la dejó perpleja. Buscó el nombre en su memoria, pero no dio con él.

– Mi médico -dijo Helena indicando a Ana con la mano después de saludar a su invitada-, Anastasio. -Esbozó una ligera sonrisa, con infinita condescendencia. Había dicho el nombre para que Eulogia reconociera a Ana instantáneamente como un eunuco, una criatura femenina con nombre masculino y totalmente carente de sexo.

Eulogia miró fijamente a Ana por espacio de unos instantes y después desvió el rostro y se puso a conversar con Helena como si Anastasio fuera un criado.

En aquel momento Ana la reconoció. Eulogia era la hermana de Catalina. Se habían visto varias veces en Nicea, años atrás, cuando Catalina todavía vivía. No era de extrañar que al principio Eulogia se hubiera sentido turbada por los recuerdos.

Empezó a sudar, la respiración se le hizo entrecortada y comenzaron a temblarle las manos. Debía vigilar cada gesto. Nada debía recordar a la hermana de Justiniano. No había terminado de dar instrucciones a Helena, la cual se enfadaría si se marchaba. Estaba atrapada en aquel lugar, prisionera de la obligación y de las circunstancias.

Helena percibió su incomodidad y sonrió. Se volvió a Eulogia y le dijo:

– Toma un poco de vino y unos higos. Son muy buenos, los han secado muy rápidamente para que retengan todo su jugo. Has sido muy amable al venir a verme.

Ordenó al criado que trajera algo de beber, incluida una copa para Ana. Al parecer, aquella situación la divertía.

Ana estudió la posibilidad de rechazar la oferta. Eulogia la estaba mirando, nuevamente con una expresión de desconcierto en la cara. Ana no se atrevió a dejar que Helena creyera que la asustaba quedarse.

– Os lo agradezco -aceptó, devolviendo la sonrisa-. Así tendré tiempo para prepararos… las hierbas.

– ¡El ungüento! -exclamó Helena, y al instante se sonrojó, consciente de que podía haber cometido un error-. Me he torcido el pie -explicó dirigiéndose a Eulogia.

Eulogia asintió y se mostró solidaria con ella. Las dos tomaron asiento juntas y dejaron a Ana hurgando en su bolsa en busca de los utensilios que necesitaba.

¿Cómo está Demetrio? -preguntó Eulogio.

– Bien, supongo -contestó Helena con naturalidad. Llegaron el vino y los higos. Sirvió las copas y dejó una aparte para Ana, pero sin ofrecérsela.

– Imagino que Justiniano no va a regresar -apuntó Eulogia mirando a Helena de soslayo.

Helena se permitió componer una expresión triste.

– No. Están convencidos de que estuvo profundamente implicado en el asesinato de Besarión, ¡y por supuesto que no lo estuvo! -Sonrió-. El asesino, el que fuera, ya lo intentó anteriormente, cuando Justiniano se encontraba en Bitinia, muy lejos de aquí.

Ana dejó inmóvil por unos momentos la mano con que manipulaba las hierbas. Por suerte, estaba de espaldas a la sala y ni Helena ni Eulogia podían verle el rostro.

– ¿Intentó matarlo? -preguntó Eulogia con asombro-. ¿Cómo?

– Con veneno -respondió Helena sencillamente-. No tengo idea de quién pudo ser. -Mordió un higo seco y lo masticó despacio-. Y unos meses después sufrió otra agresión, esta vez en la calle. Pareció un intento de robo, pero más tarde el propio Besarión pensó que había sido uno de sus hombres. En cambio, Demetrio los descubrió, por medio de unos amigos suyos de la guardia varega, así que parece poco probable.

Eulogia se sintió picada por la curiosidad.

– ¿Demetrio Vatatzés tiene amigos en la guardia varega? Qué interesante. Poco corriente, para un hombre que desciende de una antigua familia imperial. Pero claro, su madre Irene también es poco corriente.

Helena se encogió de hombros para quitarle importancia al asunto.

– Eso es lo que me parece que dijo. A lo mejor estaba equivocada.

Eulogia mostró preocupación.

– Eso es espantoso. ¿Qué interés podía tener nadie en hacer daño a Besarión? Era el más noble de los hombres. Helena disimuló su impaciencia.

– Lo único que sé es que siempre andaba metido en asuntos de religión, de modo que probablemente tuviera algo que ver con eso. Desde luego, Justiniano y él tuvieron fuertes enfrentamientos por dicha causa, que yo sepa en dos ocasiones, y luego Justiniano acudió a Irene. ¡Dios sabrá por qué! Después de eso, por supuesto, Besarión fue asesinado efectivamente por Antonino. Lo curioso es que yo no sabía que Antonino se preocupara tanto por la religión. ¡Era un soldado, por amor de Dios!

En aquel momento Ana se dio la vuelta llevando en las manos las hierbas y una jarrita llena de ungüento, y se las tendió a Helena.

– Oh, gracias, Anastasio -dijo Helena con gran encanto, clavando los ojos en ella-. Os pagaré mañana, cuando no esté ocupada.

Ana regresó, tal como le ordenaron, a cobrar sus honorarios.

Cuando llegó, Helena la recibió tras hacerla esperar sólo quince minutos, y casi con amabilidad. Se encontraban en la sala recién decorada, la de los murales exóticos. Iba vestida con una túnica de color ciruela que le sentaba de maravilla. Llevaba un mínimo de joyas, pero con aquella piel dorada y aquella cabellera tan hermosa no necesitaba más. La seda de su dalmática ondeó a su alrededor cuando cruzó la sala; era uno de los escasos momentos en que estaba tan bella como su madre.

– Os agradezco que hayáis venido -dijo en tono afectuoso-. Ya tengo el tobillo mucho mejor, y pienso recomendaros a todas las personas que conozco. -Sonreía, pero no hizo referencia alguna al dinero.

– Gracias -repuso Ana, tomada por sorpresa.

– Fue una rara casualidad que Eulogia viniera a verme justo cuando estabais vos aquí-siguió diciendo Helena-. Era pariente de Justiniano Láscaris, ¿lo sabíais?

Ana sintió que se ponía en tensión.

– Ah, ¿sí?

– Estuvo casado, hace algún tiempo. -El tono de voz de Helena indicaba que aquel detalle había dejado de venir al caso-. Su esposa murió. Era hermana de Eulogia. -Mientras hablaba, observaba atentamente el rostro de Ana.

Ana estaba inmóvil, incómoda. Sentía las manos torpes y parecía que le estorbaran, como si no supiese qué hacer con ellas. Tragó saliva.

– Ah, ¿sí? -Procuró dar la impresión de que aquel asunto no le interesaba, pero estaba temblando.

Helena tomó una cajita enjoyada que había sobre la mesa. Era exquisita, plata con incrustaciones de calcedonia, y estaba orlada de perlas. Ana no pudo evitar mirarla.

– ¿Os gusta? -Helena la sostuvo en alto para que Ana la viera.

– Es preciosa -respondió Ana con sinceridad.

Helena sonrió.

– Fue un regalo de Justiniano. Una imprudencia, supongo, pero, como ya os dije, me amaba. -Lo dijo con satisfacción, pero sin dejar de mirar a Ana por debajo de sus pestañas-. Que yo recuerde, Besarión me regaló muy pocas cosas. Si hubiera escogido algo, habrían sido libros o iconos, iconos oscuros, por supuesto, graves y serios. -Volvió a mirar a Ana-. Pero Justiniano era divertido, ¿sabéis? ¿O no lo sabéis? Era un poquito esquivo, uno nunca acababa de conocerlo del todo, siempre te sorprendía. Y eso me gusta.

La sensación de incomodidad de Ana iba en aumento. ¿Por qué le estaba diciendo Helena todo aquello? ¿Seguro que eran mentiras, como había dicho Constantino? Helena era bella y profundamente sensual, pero Justiniano sin duda vio que por dentro era fea, y si no lo vio de inmediato seguramente lo percibió poco después. Helena seguía dando vueltas a la cajita, cuyas perlas centelleaban bajo la luz. ¿Por qué Justiniano se había gastado tanto dinero con ella? ¿O aquello también era mentira?

Helena la observaba fijamente. En su mirada había una intensidad casi hipnotizante. La luz arrancaba destellos a la cajita, a la seda color ciruela de su dalmática, al brillo de sus cabellos.

– ¿A vos os gustan las cosas hermosas, Anastasio? -preguntó.

Sólo había una única respuesta, negarlo sería ridículo.

– Sí.

Helena arqueó sus cejas en forma de ala y la miró con los ojos muy abiertos.

– ¿Sólo «sí»? Qué poco imaginativo por vuestra parte. ¿Qué cosas hermosas? -insistió-. ¿Joyas, adornos, cristal, pinturas, tapices, esculturas? ¿O tal vez os gustan la música y la buena mesa? ¿O algo que se pueda tocar, como la seda o las pieles? ¿Qué os proporciona placer, Anastasio? -Depositó la cajita sobre la mesa y dio tres pasos en dirección a Ana-. ¿Tienen placer los eunucos? -dijo con voz queda.

¿Era esto lo que le había ocurrido a Justiniano? Ana sintió que el sudor le resbalaba por el cuerpo y que la sangre le subía a la cara. Helena estaba intentando estimularla sexualmente para divertirse, para demostrar su poder, simplemente para saber si era capaz de hacerlo.

El aire que llenaba la estancia producía un cosquilleo, como si estuviera a punto de estallar una tormenta. Ana lo habría dado todo por escapar. Aquello era insoportable.

Los ojos de Helena recorrieron el cuerpo de Ana.

– ¿Os queda algo, Anastasio? -le preguntó en un tono dulce, no de lástima sino teñido de un interés muy definido, peculiar por lo tosco. Su mano menuda se extendió para tocar la entrepierna de Ana, donde habrían estado sus órganos masculinos, de haberlos tenido. Pero no halló nada.

Ana estaba inundada por el pánico, por una ansiedad que iba creciendo como si fuera a terminar asfixiándola. Helena la miraba con los ojos brillantes, burlones, incitantes y desdeñosos a la vez.

Ningún hombre, aun mutilado, se negaría totalmente a hablar. Y, dijera lo que dijera, tendría que ser lo que diría un hombre, no el asco que la estaba golpeando por dentro, semejante a una enorme ave atrapada en una red que pugnase por liberarse como fuera.

Helena seguía aguardando. Si la rechazaba, ella no se lo perdonaría ni lo olvidaría jamás. Estaba tan cerca, que Ana sentía sobre sí su aliento y veía como le latía el pulso en la garganta.

– El placer ha de ser mutuo, mi señora -dijo al fin, con una voz que se le bloqueó en la garganta-. En mi opinión, haría falta un hombre muy notable para complaceros.

Helena se quedó completamente inmóvil, con el semblante laxo por la sorpresa y la desilusión. Anastasio había sido amable y halagador, en cambio ella sabía que le había robado algo. Hizo un brusco gesto de fastidio y retrocedió. Esta vez fue ella la que no supo cómo responder sin delatarse.

– Tenéis vuestro dinero sobre la mesa que hay junto a la puerta -dijo con los dientes apretados-. Me aburrís. Tomadlo y marchaos.

Ana giró sobre sus talones y salió, y tuvo que hacer un esfuerzo para no echar a correr.

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