A Zoé estaba empezando a molestarla el hecho de no saber con seguridad quién había traicionado a Justiniano entregándolo a las autoridades. Había dado por hecho que el apresamiento de Antonino se debió a alguna torpeza y que después lo torturaron, lo cual era una práctica común. Pero tras reflexionar un poco dudó que, incluso bajo tortura, Antonino, un hombre de valor incuestionable y un soldado que contaba con una excelente hoja de servicios, traicionara a un amigo, y más aún a uno tan íntimo como Justiniano.
Ahora necesitaba saber quién había sido, y si Anastasio lo descubría por ella, tanto mejor.
Entretanto, Anastasio estaba atendiendo a María Vatatzés exactamente según su plan. Los rumores que hablaban de la índole exacta del mal que aquejaba a María estaban extendiéndose adecuadamente. En su debido momento, la creciente indignación terminaría por afectar negativamente a su hermano y a su padre, justo lo que pretendía Zoé.
– Si alguien la está envenenando, averiguad quién y administradle un antídoto -instruyó a Anastasio-. Si hay alguien que sepa de esas cosas, sois vos.
– ¿Y quién iba a querer envenenarla? -preguntó Anastasio. Zoé enarcó las cejas.
– Me lo preguntáis como si yo lo supiera. Su hermano Jorge es amigo de Andrónico Paleólogo, como lo es Isaías y como lo era Antonino. Juegan fuerte, beben mucho y buscan placeres donde se les antoja. Jorge tiene muy mal genio, eso tengo entendido. Es posible que tenga enemigos. He pensado que a lo mejor ello podría guardar relación con la muerte de Besarión.
– ¿Después de cinco años? -dijo Anastasio con incredulidad.
Zoé sonrió. No estaba del todo segura de cuánto sabía Anastasio, y aún tenía muy fresco en la memoria que aquel eunuco de apariencia suave era capaz de morder con mucha fuerza.
– Cinco años no son nada, todavía queda mucho por averiguar -dijo con cautela-. Antonino está muerto, pero Justiniano aún vive. Habéis hecho muchas preguntas, pero nunca la única que hago yo y que no puedo contestar…
– ¿Y cuál es? -La voz de Anastasio había perdido intensidad hasta transformarse en un susurro. No cabía ninguna duda de que Zoé contaba en aquel momento con toda su atención.
– ¿Quién entregó a Justiniano a las autoridades? -respondió Zoé.
– Antonino… -dijo Anastasio, pero hablaba ya sin certidumbre.
– No lo sé -dijo Zoé cantando victoria para sus adentros, al menos por aquel primer paso-. Eso es lo que suponía yo, pero vuestras preguntas han despertado en mí la duda. Poco antes de que mataran a Besarión, Justiniano tuvo una disputa con él, acalorada. Fue a contárselo a Irene, pero ésta no le prestó ninguna ayuda. Entonces acudió a Demetrio, pero éste tampoco lo ayudó. A mí no acudió. ¿Por qué? -Vio cómo corrían los pensamientos en el fondo de los ojos grises de Anastasio. A veces, durante un instante, le encontraba un parecido con Justiniano, la misma expresión, salvo por el detalle de que Justiniano era todo un hombre.
– ¿Vos creéis que envenenar a María, si es que es eso, podría tener algo que ver con el asesinato de Besarión? -inquirió Anastasio, todavía con un tinte de duda en la voz-. ¿Jorge Vatatzés?
– Podría ser. -No era la verdad, pero se le acercaba lo bastante para resultar creíble-. Él conocía a Besarión, y aún mejor a Antonino.
– Gracias -dijo Anastasio con voz queda-. Es posible que así sea.
Ana decidió buscar a Jorge a la salida de éste del palacio Blanquerna. Era un hombre más apuesto que su padre, más alto y más delgado, sin los años de molicie que le habían llenado el cuerpo de grasa a éste. Él la reconoció enseguida, tras un instante de vacilación.
– ¿Mi hermana ha empeorado? -preguntó con inquietud al tiempo que se detenía a la sombra del grandioso muro exterior, construido con unos sillares que encajaban perfectamente entre sí y dotado de grandes ventanales que dejaban entrar abundante luz.
– No -dijo Ana con más de seguridad de la que sentía-, pero es posible que se ponga mucho peor si no encuentro el origen del veneno.
Jorge se puso rígido.
– ¿Por qué decís que es veneno? ¿O es únicamente una excusa porque no sabéis cómo curarla?
– No sé quién está envenenando a María -contestó en voz muy baja-, pero en mi opinión, si analizáis todo lo que sabéis, en particular sobre otras conspiraciones, otras muertes, es posible que lo descubráis.
Jorge estaba totalmente confuso.
– ¿Qué muertes?
– La de Besarión Comneno -sugirió Ana-. O la de Antonino. ¿No era amigo vuestro? ¿Y también de Andrónico Paleólogo?
Jorge se quedó paralizado.
– ¡Dios todopoderoso! -Había palidecido.
– ¿Sabéis algo que pudiera representar un peligro para alguien? ¿O que pudiera ser de utilidad?
– ¿Por eso iban a envenenar a María? -Estaba horrorizado.
– ¿Por qué no? -replicó Ana-. ¿Cómo era Antonino? ¿Y Justiniano Láscaris? -Estuvo a punto de trabarse al pronunciar aquel nombre.
– Eran amigos íntimos -dijo Jorge despacio, haciendo memoria lentamente mientras hablaba-. Justiniano se preocupaba por la Iglesia más de lo que daba a entender, diría yo. -Arrugó la frente-. Antonino era distinto. Cuando estaba con Justiniano era atento, amaba las cosas bellas. Pero cuando estaba con Andrónico e Isaías era como cualquier otro soldado, disfrutaba del momento. Yo nunca supe cuál de los dos Antoninos era el verdadero. -Una sombra cruzó por su semblante-. Íbamos a celebrar una gran fiesta la noche siguiente al asesinato de Besarión. También iban a estar Isaías y Andrónico. Andrónico tenía pensado organizar antes unas carreras de caballos, aunque la idea fue de Antonino, como en los viejos tiempos, antes del exilio. A Justiniano también le gustaban mucho los caballos, siempre decía que no tendríamos la sensación de haber recuperado Constantinopla hasta que hubiéramos abierto de nuevo el hipódromo.
– ¿Justiniano pensaba acudir a la fiesta? -preguntó Ana.
– No. Antonino dijo que tenía que ir a otro sitio. Pero ¿qué diablos tiene eso que ver con María? -De nuevo se le ensombreció el rostro-. ¡Vos curadla! Ya averiguaré yo quién es el responsable.
Era inútil continuar discutiendo. Ana le dio las gracias y se marchó dejándolo allí, con la vista perdida en la ciudad, en dirección a poniente y al antiguo hipódromo.
Comenzó a dar vueltas a todo lo que le había dicho Jorge. ¿Era importante aquella fiesta? Se anuló porque aquel día detuvieron a Antonino. ¿Habría traicionado a Justiniano? ¿Para qué? A él lo ejecutaron de todas formas. ¿O tendría razón Zoé, y había sido otra persona? ¿Tal vez Isaías?
¿Qué tenía que suceder en aquella fiesta? ¿Cuál era el verdadero Antonino, el amante de la diversión, el bebedor, el aficionado a las carreras de caballos que había descrito Jorge y que ella había oído describir a otros, o el hombre apasionado e inteligente al que Justiniano habría querido tener como amigo?
Ana descubrió la índole del veneno que estaba enfermando a María Vatatzés, y que le estaba siendo administrado por medio de los pétalos de las flores frescas que cada día llevaban a su alcoba.
María estaba recuperándose, pero ya era demasiado tarde para salvar su reputación de los rumores que corrían acerca de su virtud. Su boda con Juan Kalamano fue anulada. La familia de él no estaba dispuesta a seguir soportando la situación, y Juan cedió a sus deseos.
María estaba destrozada. Aunque ya gozaba de plena salud nuevamente, se echó sobre su lecho llorando. No había nada que pudiera hacer Ana para ayudar. Era injusto, y no había manera de enmendarlo.
Después de la última visita a María, Ana no llevaba mucho tiempo en casa cuando entró Simonis diciendo que había un caballero que deseaba verla. Ya había anochecido, y Leo todavía estaba fuera, ocupado en un recado. Ana advirtió la expresión de nerviosismo de Simonis; ni siquiera los años que llevaba vistiéndose de eunuco le habían quitado de la cabeza la preocupación por su seguridad.
Ana sonrió.
– Hazlo pasar. Imagino que deseará hablar de algún asunto urgente, para venir a estas horas.
Jorge Vatatzés entró furibundo. Traía el rostro congestionado, e irrumpió en la estancia cerrando de un portazo que a punto estuvo de dejar a Simonis fuera.
Ana cuadró los hombros y se irguió todo lo que pudo, pero aun así Jorge la superaba casi un palmo en estatura y le doblaba el peso.
– ¿Habéis descubierto algo? -dijo en el tono más cortante que pudo, pero la voz le tembló un poco y la delató. Habló como una mujer.
– No. En nombre de Dios, ¿qué importa quién ha envenenado a María? -Hablaba con una profunda rabia-. Los Kalamano han retirado su oferta de matrimonio, como si nuestra familia fuera impura. Esa mancha nos afecta a todos. ¡Nadie se acordará de que la culpa fue de un veneno desconocido, lo único que recordarán es que corrió el rumor de que mi hermana era una ramera! Y vos habéis permitido que con esos comentarios obscenos dijeran lo que se les antojara, cuando podríais haberles dicho a todos la verdad.
– Podríais haber dicho que era un veneno -replicó Ana-. Yo no era libre de decirlo.
– ¿Quién va a creernos si vos no estáis dispuesto a respaldarnos? -Estaba borracho y arrastraba las palabras-. El veneno funcionó, ¿no es así? No mató a María, pero ahora es como si hubiera muerto. -Estaba tan cerca de Ana que ésta percibía el acre olor a sudor que despedía, junto con el tufo del vino.
Ana sintió que su cuerpo la estaba traicionando, notaba las piernas flojas y tenía un nudo en el estómago. Hasta respiraba de forma agitada.
– Podríais haber dicho a todo el que quisierais que a vuestra hermana la estaban envenenando.
– Vos la habéis perjudicado con vuestra mojigatería tanto como si la hubierais envenenado vos mismo -se burló Jorge-. Daría igual que estuviera muerta.
– ¿Porque no se ha casado con ella Juan Kalamano? -replicó Ana-. Si la amase, creería en lo que le dijo y la habría desposado de todas formas.
De pronto Jorge arremetió contra ella y le propinó un puñetazo en un lado de la cara que la hizo caer al suelo de espaldas, agitando los brazos. Su mano derecha tropezó con el borde de una mesilla, y el golpe le causó un dolor que le llegó hasta el hombro. Jorge se le echó encima, la asió de la túnica y la golpeó otra vez. Ana apenas podía respirar, por culpa del pánico que parecía paralizarla. Se sentía mareada y notaba un sabor a sangre. Sabía que Jorge iba a continuar golpeándola. En cualquier momento iba a rasgarle las ropas y dejar al descubierto el relleno que llevaba y los pechos. Entonces ya no importaría que la matase o no, porque todo habría acabado.
A la siguiente embestida logró rodar hacia un costado y apartarse de él, y alargó la mano hacia un pequeño taburete que había medio debajo de la mesa. El puñetazo de Jorge la alcanzó en el hombro y le dejó el brazo entumecido. Entonces aferró el taburete con la otra mano y lo descargó sobre la cara de Jorge con todas sus fuerzas.
Lo oyó rugir de sorpresa y dolor. En eso, se oyó un chillido que no había proferido ella y que desde luego era demasiado agudo para provenir de su atacante. ¡Simonis! No podía ser otra.
En la habitación había más personas, más gritos y golpetazos, el ruido sordo de un cuerpo chocando contra otro, bultos humanos que giraban y atacaban, un peso que golpeaba el suelo, y por fin una respiración jadeante y ningún movimiento más. Ana estaba medio cegada y lo único que sentía era su propio dolor.
Alguien estiró una mano hacia ella, y se preparó, intentando pensar cómo devolver el golpe. Sólo iba a tener una oportunidad. Pero aquella mano fue amable y la levantó del suelo. Un paño frío y húmedo le tocó la herida de la mejilla y el mentón. Abrió los ojos y vio el rostro de un hombre, uno al que conocía, aunque no sabía de qué.
– No hay nada roto -dijo el hombre con una sonrisa contrita-. Lo siento mucho, deberíamos haber venido antes.
¿Por qué ella no se acordaba de aquel hombre? Volvió a aplicarle el paño húmedo en la cara. En él había sangre.
– ¿Quién sois? -Ana quiso mover la cabeza, pero el más mínimo gesto le producía el mismo efecto que la hoja de un cuchillo.
– Me llamo Sabas -respondió él-. Pero supongo que no lo habréis oído nunca.
– Sabas… -Aquel nombre no le dijo nada.
– Zoé Crysafés temía por vos -explicó-. Sabía que Jorge Vatatzés tenía un temperamento violento y un orgullo de familia un tanto imperioso.
A Ana se le detuvo la respiración y casi se quedó sin aliento.
– ¿Habéis dicho «tenía»? Sabas se encogió de hombros.
– Me temo que también nos ha atacado a nosotros, y para reducirlo ha sido necesario… -Dejó la frase sin terminar.
Ana se incorporó un poco más y miró detrás de Sabas, a Jorge tendido en el suelo con sangre en la cara y la cabeza torcida en un ángulo que indicaba a las claras que tenía el cuello roto. A su lado se encontraba de pie el otro hombre.
– Perded cuidado -se apresuró a decir Sabas-. Lo sacaremos de aquí. Si alguien os pregunta, tal vez os convenga decir que os atacó un ladrón y que conseguisteis ahuyentarlo.
Ana se echó a reír bruscamente, cercana a la histeria.
– Pues si me miran y calculan que él ha salido peor parado que yo, nadie volverá a intentar robarme nunca.
Sabas esbozó una sonrisa que suavizó las duras líneas de su rostro.
– Habéis pagado un precio bastante caro, pero eso que salís ganando. -La ayudó a ponerse de pie y la guio hasta una silla-. ¿Van a poder cuidaros vuestros propios sirvientes, o queréis que hagamos venir a otro médico?
– Os lo agradezco, pero pueden cuidarme ellos -contestó Ana-. ¿Tendríais la bondad de dar las gracias a Zoé Crysafés por sus desvelos y por vuestro coraje? Si alguna vez necesitáis algo de mí, podéis contar con ello, vos y vuestro amigo.
Sabas hizo una reverencia y seguidamente los dos cogieron a Jorge y se lo llevaron al tiempo que dejaban entrar a Simonis, pálida a causa de la conmoción. Mientras hacía lo que podía para lavar las heridas sufridas por Ana y aplicarles un poco de pomada, el cerebro de Ana trabajaba a toda velocidad. Debería haber supuesto que Jorge Vatatzés iba a reaccionar muy mal al rechazo sufrido por su hermana. ¿O sería algo más complejo?
¿Nuevamente el asesinato de Besarión, antiguos miedos, antiguas venganzas? ¿Cómo habían sabido los criados de Zoé qué iban a encontrar, y por parte de quién? La respuesta era demasiado evidente, una vez analizados los hechos. Había sido Zoé la que había envenenado a María, a sabiendas de que aquello iba a ocasionar la perdición de la familia, y con esa intención. Había enviado a Sabas y a otro sirviente, no para rescatarla a ella, sino para cerciorarse de que Jorge resultara muerto.
Pero ¿qué habían hecho ellos para ganarse el odio de Zoé hasta aquel punto?