Capítulo 21

Las salas de Bukowskis, la próspera casa de subastas, eran increíblemente elegantes. La recepción que acogía al visitante daba a la calle Arsenalgatan, entre los parques Berzelii y Kungsträdgården, en el centro de Estocolmo.

El experto en tasaciones Erik Mattson, con el pelo peinado hacia atrás y vestido con un discreto traje gris, recibió a un cliente cuyo atuendo era bastante más modesto y parecía un tanto confundido e incómodo en aquel ambiente discretamente refinado. El cliente llevaba bajo el brazo un cuadro pintado al óleo, envuelto en papel de periódico pegado con cinta adhesiva.

El hombre había descrito el cuadro por teléfono aquella misma mañana como un óleo con un archipiélago pintado en distintas tonalidades grises, con mucho cielo y mucho mar y una casita blanca con el tejado negro. Pese a que el cuadro no llevaba firma, a Erik le pareció interesante y le pidió al cliente que lo llevara a la sala para realizar una valoración.

Ahora lo tenía aquí, vestido con un abrigo que había conocido tiempos mejores y con un ligero fular pasado de moda alrededor del cuello. Los zapatos estaban de todo menos limpios, un detalle en el que Erik Mattson se fijaba siempre. Un calzado bien cuidado era la mejor garantía de que el cliente cuidaba también su aspecto. No era el caso del hombre que tenía ante sí, que no dejaba de toquetear nervioso el paquete que traía consigo. El sudor le perlaba la frente. El cuello de la camisa aparecía arrugado, en su deslucido abrigo se apreciaba una mancha y los guantes que dejó encima de la mesa estaban raídos hasta el forro. Hablaba con acusado acento del barrio Söder de Estocolmo. En aquellos días no quedaba ya mucha gente que siguiera hablando de esa manera. Hasta cierto punto resultaba encantador.

Erik esperaba que no se tratase de un cuadro robado. Observó al cliente con mirada inquisitiva. No, lo que se dice pinta de delincuente no tenía. Por lo demás, lo más probable era que el cuadro no tuviera ningún valor, eso era lo normal cuando se trataba de obras sin firma. No obstante, tenían que recibir a esas personas para examinar el cuadro, pues de vez en cuando encontraban alguna que otra perla y por nada del mundo se querían perder una ocasión de esas. Lo peor que podía sucederles era que obras de gran valor acabaran en las manos de su peor competidor, la casa de subastas Auktionsverket. No podían dejar que ocurriera algo así, en pocas palabras.

Hizo pasar al cliente a la angosta pero elegante sala de tasaciones. Había allí una mesa de estilo gustaviano con una silla a cada lado, y en la pared colgaba un cuadro de Einar Jolin al lado de una estantería con libros de consulta. En la mesa, un ordenador portátil les permitía poder buscar rápidamente la historia de una obra o información acerca del posible autor de la misma. Si la obra era difícil de valorar, el tasador debía solicitar la ayuda de otro colega. A veces, cuando la tasación exigía un estudio más minucioso, se quedaban con el cuadro durante unos días. Era un trabajo muy interesante, y a Erik le apasionaba.

Entre los dos colocaron el cuadro encima de la mesa y Erik sintió en el pecho la consabida expectación. Aquel era uno de los instantes mágicos de su trabajo: cuando se encontraba allí con un cliente desconocido y no tenía sino una descripción del cuadro pero aún no lo había visto. La incertidumbre de no saber si estaría ante la obra desconocida, quizá olvidada, de algún gran artista y valorada en millones de coronas, o ante una copia carente de valor de algún discípulo de un artista.

Erik Mattson había trabajado durante quince años como ayudante de los conservadores encargados de la pintura y escultura modernas en Bukowskis, hasta llegar a convertirse en el tasador más competente que tenían. El hecho de que no hubiera progresado más en su carrera y ascendido a conservador, algo que la mayor parte de los ayudantes conseguía al cabo de unos años, tenía su explicación.

El papel de periódico crujió; la cinta adhesiva era tan ancha que resultaba difícil de despegar.

– ¿Cómo ha llegado hasta usted el cuadro? -preguntó para aliviar el nerviosismo evidente del cliente.

– Siempre ha estado colgado en la casa de veraneo que tiene mi padre en el archipiélago, pero al vender la casa, los hijos hemos podido llevarnos lo que quisiéramos. A mí siempre me gustó este cuadro, aunque en ningún momento pensé que pudiera tener ningún valor. -El hombre miró a Erik con una mezcla de expectación e inquietud y concluyó-: Un vecino lo vio colgado en la pared y me dijo que estaba tan bien pintado que debería pedir que hicieran una tasación. La verdad es que yo no creo que tenga ningún valor -repitió como disculpándose-, pero no se pierde nada por comprobarlo.

– Por supuesto, para eso estamos aquí.

Erik sonrió respaldando al hombre, que pareció relajarse un poco.

– ¿Dónde lo adquirió su padre?

– Lo compraron mis abuelos en una subasta durante los años cuarenta. Desde entonces ha estado colgado en la casa de veraneo, en Svartsö. Ya sabe usted, una de esas casas grandes que tenían entonces los mayoristas, y a ellos les pareció bien tener un cuadro del archipiélago en la pared. Bueno, ésa es la historia del cuadro.

Ya sólo faltaba por retirar el último papel.

Erik volvió el cuadro y se quedó pasmado al verlo, sin poder ocultar su sorpresa; el cliente lo miraba inquieto mientras él sacaba presuroso una lupa y comprobaba su autenticidad. Ninguno de los dos dijo nada, pero la tensión en la sala era evidente.

Erik reconoció inmediatamente el estilo del autor del cuadro. El pintor había repetido aquel motivo muchas veces, aun cuando la cantidad de obras que produjo en total no era muy elevada. Sólo se conocía un centenar. En 1892, tras un doloroso divorcio seguido de varios juicios en los que perdió la custodia de sus tres hijos, se dedicó a la pintura. El archipiélago de Estocolmo se convirtió en su refugio. La fragilidad del faro, de la baliza o de la planta solitaria frente a los elementos se convirtieron en símbolos propios del artista, que luchaba contra la corriente imperante en su tiempo para defender su derecho a pensar con libertad.

El autor, minucioso en sus observaciones de la naturaleza, había plasmado en tonos grises azulados el tiempo inestable del archipiélago de Estocolmo. Erik Mattson ya lo había visto volver a este motivo de Dalarö. En el faro solitario, en una playa alejada bajo un cielo amenazante, encontró motivos que encajaban bien con él durante aquel período. El hecho de que no hubiera firmado el cuadro no era raro. El consideraba la pintura como una ocupación secundaria, algo a lo que se dedicaba cuando le fallaba la inspiración y no podía escribir.

Con todo, se le consideraba uno de los mejores pintores de su tiempo. Erik Mattson hizo mentalmente una rápida tasación de entre cuatro y seis millones.

El cuadro era nada menos que de August Strindberg.

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