Capítulo 32

El andén estaba lleno de resignados viajeros que llevaban años sufriendo el retraso de los trenes de cercanías ocasionado por cambiadores de vías helados, rieles cubiertos de nieve, vagones bloqueados por el frío, puertas que no se podían abrir… Siempre sucedía algo. Los ciudadanos de Estocolmo se habían visto obligados a vivir con el caos de los trenes de cercanías desde que él tenía uso de razón.

Observó desdeñoso a las personas que tenía a su alrededor. Estaban allí como pordioseros desvalidos y helados con sus abrigos de lana y sus cazadoras acolchadas. Vaqueros, guantes y botas forradas, narices enrojecidas y ojos llorosos por el frío. La temperatura era de diecisiete grados bajo cero. Sin esperanza, miraban indiferentes los tableros de información donde aparecían los trenes anulados y los retrasos. Impaciente, dio una patada en el suelo para mantener el calor. Maldito frío, cómo lo odiaba. Y cómo odiaba a aquellos desdichados que tenía alrededor. Qué existencia tan miserable la suya…

Se levantaban de madrugada antes del amanecer, muchos soportaban el azote del viento en las gélidas paradas de autobús, para luego sentarse e ir dando tumbos en los vehículos públicos de camino hacia el tren de cercanías entre el olor a lana mojada, los gases de los tubos de escape y la humedad. Allí les esperaba la siguiente parada antes de que el tren apareciera por fin. Cuando llegaba, los viajeros tenían que apiñarse e ir apretados unos contra otros estación tras estación hasta la llegada a la Estación Central de Estocolmo media hora más tarde.

Después de una espera que le pareció una eternidad, el convoy acabó por hacer su entrada. Subió abriéndose paso a codazos para encontrar un asiento junto a la ventanilla. Le dolía la cabeza y, aunque había poca luz en el vagón, entrecerró los ojos para evitarla en lo posible.

El viaje hasta la ciudad fue un suplicio. Consiguió a duras penas sentarse al lado de una gorda que iba sentada en el asiento del pasillo. Apoyó la cabeza contra el cristal y dejó que su mirada se perdiera en el exterior para evitar ver a las personas que tenía a su alrededor. El tren avanzaba traqueteando suburbio tras suburbio, todos a cuál más triste. Habría podido librarse de ir en aquel tren, habría podido vivir una vida muy distinta. Como de costumbre, al pensarlo experimentó una arcada. El cuerpo reaccionaba instintiva, físicamente. Sintió malestar sólo de pensar cómo podía haber sido su vida. De no ser por…

La impaciencia había empezado a apoderarse de él y sentía que debía ocurrir algo pronto. No podía esperar mucho más. Cada vez se le hacía más difícil seguir manteniendo el tipo. En ocasiones le parecía que se había metido en camisas de once varas.

Se apeó en la Estación Central y se incorporó al intenso movimiento. Se deslizó con la riada de personas por los pasillos de salida de la estación, cruzó los tornos, en dirección al metro, que ya estaba en la estación, de modo que hubo de correr los últimos metros. La estación de Gamla Stan era la siguiente.

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