Capítulo 25

A Emma le pilló totalmente por sorpresa la repentina propuesta matrimonial de Johan. En cierto modo, parecía inevitable; antes o después debían tomar una decisión. Tenían una hija. Cuando optó por seguir adelante con el embarazo y romper su matrimonio, ya estaba decidida. Sin embargo, luego se mostró indecisa, y al pensar en cómo se había comportado desde que conoció a Johan, le parecía un milagro que él aún quisiera seguir con ella y que no se hubiera hartado mucho antes.

Hacía un rato que se había ido a Visby, a trabajar. Antes de marcharse le dio un beso, pero no dijo nada, no la presionó para que le diera una respuesta. Emma lo siguió con la mirada mientras se dirigía hacia el coche por el camino nevado, con el cabello oscuro rizado, la cazadora de cuero marrón graciosamente desgastada y los vaqueros lavados a la piedra.

En cierto modo, aquello era muy sencillo: ella lo amaba y si considerara sólo eso, resultaba evidente que debían casarse. Pero también tenía miedo a que les sucediera lo mismo que les había ocurrido a Olle y ella. A que la tristeza de la rutina diaria se fuera instalando entre ellos de forma paulatina tras apagarse el primer entusiasmo de vivir juntos. A que la atracción que sentían fuera desapareciendo poco a poco y los condujera de modo inexorable a la indiferencia. A que su vida sexual languideciera lentamente, porque ninguno de los dos fuese capaz de mantener viva la pasión que una vez sintieron. A que sólo quedara entre ellos rutina y compromiso.

Se estremeció bajo el edredón que aún conservaba el olor de Johan. No podía ocurrir eso. Se levantó, metió los pies en las zapatillas y fue a buscar la camiseta que estaba aún en el sofá. Entró en el dormitorio y se inclinó sobre la cuna donde dormía Elin. El sol entraba en la cocina; parecía un tanto irreal tras semanas de cielos plomizos. Se dio cuenta de que casi se había olvidado de cómo era la luz solar.

Preparó el café y las tostadas. Se sentó en su sitio habitual al lado de la ventana y contempló el paisaje. La cantidad de nieve era suficiente para que los niños se pudieran deslizar con los trineos, y se alegró de ello. Había una colina cerca por la que a los niños les encantaba descender. Elin podría pronto acompañar a Sara y a Filip.

Ambos estaban ahora con su padre. De hecho, había empezado a acostumbrarse a esa interrupción rutinaria bisemanal, y ahora disfrutaba quedándose sola con Elin dos semanas de cada cuatro. Se quedó mirando la silla de enfrente. En ella se había sentado Olle durante todos los años de convivencia, y allí se había tomado su té verde, cuyo aroma ella no soportaba. Por suerte, a Johan tampoco le gustaba.

Emma se preguntaba qué manías aparecerían cuando empezaran a vivir juntos. Esas cosas que Johan quizá no había mostrado hasta ahora, pero que aflorarían en cuanto mudara sus bártulos.

«Él se sentará ahí a partir de ahora», pensó, e intentó imaginarse a Johan en la silla de enfrente. ¿Cuánto duraría el amor esta vez?

Suspiró y metió otra rebanada de pan en la tostadora. Era muy consciente de que estaba abatida tras el fracaso de su primer matrimonio y de que tal vez veía la cuestión en términos demasiado negativos. Nada apuntaba a que las cosas fueran a ir tan mal en esta ocasión.

Cuando terminó de desayunar, recogió la mesa y fue otra vez a ver a la pequeña. Seguía dormida.

De vuelta del dormitorio se vio al sesgo en el espejo redondo de la entrada. Se detuvo, lo descolgó, se lo llevó al dormitorio, se tumbó en la cama y lo situó delante de ella.

Permaneció un buen rato allí, contemplando la palidez invernal de su rostro. Tenía los ojos tristes y cansados, los labios descoloridos, pero su cabello, en cambio, parecía hermoso esparcido sobre la almohada ¿Quién era ella en realidad y qué quería? Tenía tres hijos, pero aún se sentía perdida como una niña. En el fondo no sabía cómo pensaba realmente la persona que veía reflejada en el espejo. Había mucha gente que la quería, y, sin embargo, se sentía desarraigada. La verdad es que nunca fue una persona particularmente segura de sí misma.

De pronto, fue consciente de que casi nunca había tomado sus propias decisiones. Era evidente. Siempre dejó que las circunstancias mandaran. Cuando conoció a Olle, él la cortejó y tomó la iniciativa la mayor parte de las veces. Era guapo, simpático y considerado, y estaba muy enamorado de ella. ¿Se había dejado llevar por las circunstancias como una estúpida carente de voluntad propia?

Alejó un poco el espejo. Se enfrentó con su propia mirada. ¿A qué estaba jugando? Ya era hora de que decidiese en qué dirección quería encaminar su vida.

En el fondo no era difícil tomar esa decisión. En absoluto.

Загрузка...