Capítulo 55

El alargado salón, en el interior de la casa de subastas Bukowskis, tenía una gruesa alfombra con dibujos sobre el suelo de parqué. Las filas de sillas negras de acero y plástico estaban dispuestas a lo largo de todo el local, hasta en la entrada, donde se encontraban la recepción y el guardarropa. En la parte delantera, por encima del estrado, colgaba una tela grande, un retrato de Henryk Bukowskis, un hombre serio, de frente despejada, con gafas, barba y bigote. Dirigía la mirada hacia el lado, como si contemplara un futuro incierto. Aquel noble polaco exiliado fue en 1870 el fundador de la casa de subastas Bukowskis, que con los años creció hasta convertirse en la principal empresa de subastas de los Países Nórdicos.


Observó la reluciente tribuna de madera blanca con una «B» dorada en el centro. El disfraz era perfecto. No lo reconocería nadie. Echó una ojeada para ver dónde estaba el hombre, pero no lo vio por ninguna parte.

La sala se llenó de efluvios de perfumes sofisticados y caras lociones para después del afeitado. En el guardarropa se recogían y colgaban abrigos y visones. Se vendían los programas y se repartían las papeletas de puja. Flotaba en el ambiente una tensa expectación. Se percibía el deseo y la necesidad de gastar dinero.

Eso le hizo sentirse mal.

Se sentó en la última fila de la izquierda, al fondo de la sala, desde donde tenía una buena vista de la puerta principal.

Entró una mujer de unos cuarenta años y se sentó a su lado. Llevaba un visón marrón y gafas con fina montura de oro. Un ligero bronceado, quizá de las vacaciones navideñas pasadas en alguna playa paradisíaca al otro lado del globo, se dijo no sin cierta envidia. Llevaba el cabello castaño recogido con el clásico moño, y lucía pañuelo, botas de piel y pantalón negro. Un grueso anillo de diamantes le brillaba en el dedo.

La edad media en la sala superaba los cincuenta, la asistencia se repartía por igual entre mujeres y hombres, bien vestidos, adinerados, y todos irradiaban la misma tranquilidad y aplomo. Una seguridad innata y una autoestima que en buena parte la proporciona el dinero.

Consultó el reloj. Faltaban diez minutos para que diera inicio la subasta. Volvió a buscar con la mirada al hombre por cuyo motivo él se encontraba allí. La sala empezaba a llenarse, se oía un sordo murmullo entre las paredes, alguna que otra frase pronunciada en inglés. Al fondo había grupos de personas que hablaban en voz baja. Todo aquello tenía en sí un aire de cóctel. Allí la mayoría se conocía; dispersos hola, hola, ¿qué tal?, qué placer verte, se oían por doquier.

Entonces llegó también el marido de la mujer; canoso y bronceado, vestía una americana de corte perfecto, chaleco amarillo y debajo, una camisa en tono azulado. Los colores de la bandera sueca. Ah, sí. Parecía el típico jerifalte de la industria. Un conocido saludó a la pareja:

– Tendrás que tranquilizarla. ¡Ja, ja! Para que no se arruine, claro. Sería una lástima.

Sintió que el malestar se iba apoderando de él lentamente. Tuvo que contenerse para continuar sentado en aquella silla tan incómoda.

Delante, en el estrado, el subastador ya estaba en su puesto. Era un hombre de unos cincuenta años, de porte sobrio y elegante. Algo arrogante, alto y delgado, de nariz aguileña y cabello peinado hacia atrás. Golpeó tres veces la mesa con el martillito para pedir que cesara el murmullo en la sala.

Dos muchachos de mejillas sonrosadas, que no aparentaban más de dieciséis o diecisiete años, izaron en alto la primera obra. Iban bien vestidos, llevaban pantalones negros recién planchados y camisa blanca almidonada con la corbata de color azul marino por debajo de los delantales de cuero que cubrían sus esbeltos cuerpos adolescentes. Todas las miradas estaban pendientes de la obra que estaba dispuesta en un soporte mientras duraba la puja.

Con creciente desprecio, mezclado con una envidia profunda, siguió lo que sucedía en la sala. El subastador dirigía la puja de forma eficaz, se notaba que disfrutaba con la tensión y la energía que se creaba. Las ofertas botaban como pelotas de ping-pong entre el público presente en la sala y los clientes invisibles que pujaban por teléfono. Como sabía, en la galería del piso superior, los expertos de la casa estaban en contacto telefónico con los clientes. Ellos no lo veían a él y él no los podía ver a ellos. El dinero cambiaba rápidamente de dueño gracias a ligeros movimientos de cabeza, guiños, papeletas de puja alzadas al aire y brazos levantados. Energía y expectación, esperanzas frustradas o cumplidas. Prismáticos colocados ante los ojos para observar incluso los objetos más minúsculos. El subastador, en todo momento centro de atención, en el foco, engullendo como una boa las diferentes pujas y con la media sonrisa satisfecha en los labios cuando subía el precio. El subastador mantenía un férreo control sobre todas las pujas: La señora de la tercera fila, Puja de Gotemburgo. A la una, a las dos, a las tres. Y, para concluir, el golpecíto con el martillo.

Un cuadro titulado La pereza, del pintor Robert Thegerström, salió a subasta por ochenta mil y al final fue adjudicado por doscientas noventa y cinco mil coronas.

Casi al fondo de la sala había una pareja mayor sentada. El hombre pujaba y pujaba por diferentes obras con gesto inescrutable, mientras su esposa, al lado, lo miraba con admiración.

Una mujer con un largo abrigo de visón ofreció cientos de miles de coronas sin pestañear y sin consultarlo con su marido.

Delante, junto a la tribuna, una señora de cabello plateado leía en voz alta, con una pronunciación perfecta, el nombre del artista y el título. Sólo vaciló en una ocasión: «Aquí pone halcones peregrinos, pero creemos que son azores». La hilaridad se extendió entre el público.

Esto es un juego para ricos, pensó allí sentado observando el espectáculo. Algo totalmente ajeno al día a día de la gente corriente.

A veces se suscitaba algo de jaleo y el subastador tenía que ordenar silencio al público.

Cuando los dos efebos entraron con las mejillas arreboladas portando un magnífico óleo de Anders Zorn, se hizo un respetuoso silencio en la sala. El precio de salida fue de tres millones. Cuando el precio alcanzaba sumas tan elevadas, pujaba menos gente. El público seguía la puja con atención. Aumentó notablemente la concentración cuando ésta superó los diez millones.

Al final se adjudicó en doce millones setecientas mil coronas. El subastador pronunció la cantidad con estudiado dramatismo, deleitándose en cada sílaba. Antes de dejar caer el martillo, colocó la mano en la mesa unos segundos más, para ganar tiempo y dar a los posibles interesados otra posibilidad. Luego, cuando el martillo sonó, la concurrencia exhaló un suspiró de alivio.

Esto es como los Juegos Olímpicos, pensó.

Se levantó y se marchó; ya no podía aguantar más. El hombre a quien buscaba no había aparecido. Algo debía de haber fallado.

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