La angustia se presentó avanzada la tarde. Algo sucedía con las tardes de los domingos, Erik siempre lo había pensado. El fin de semana terminaba y la rutina diaria aguardaba a la vuelta de la esquina, con su responsabilidad, su inercia y sus ocupaciones; tenía que funcionar. Le aterraba sólo pensarlo. Estaba tumbado en el sofá de la sala de estar mirando al techo. Un whisky mitigaría el vacío. Pero hoy no iba a beber. Nunca bebía los domingos.
En lugar de eso, se levantó y sacó sus álbumes de fotos de la infancia. Puso un disco de María Callas y comenzó a pasar hojas. Él con siete años en el muelle de Möja. Izando la vela con su padre en el barco y en la yola con un amigo. De niño le encantaba el archipiélago de Estocolmo. La familia siempre salía a navegar unas semanas en verano. Solían ir hasta Möja, Sandhamn y Utö, acudir a los bailes en los muelles y cenar en restaurantes elegantes. Su padre iba con ellos y su madre siempre estaba más alegre y más relajada entonces. Con su marido al lado, ella se olvidaba de la irritación que siempre mostraba con Erik cuando ambos estaban solos en casa y su padre se encontraba fuera de viaje. Ella tomaba el sol, y su cuerpo delgado y en buena forma se ponía moreno y engordaba unos kilos. Era como si su rostro siempre tenso se alisara y volviera a ser la joven alegre que quizá fue alguna vez, y que él quería creer que seguía existiendo bajo aquella apariencia adusta.
Erik fue hijo único y creció junto a sus padres en una lujosa casa del selecto barrio de Djursholm. Cursó la enseñanza primaria en un colegio privado y luego estudió bachillerato y economía en el instituto Östra Real. El futuro estaba trazado. Seguiría los pasos de su padre: ingresaría en la Escuela Superior de Ciencias Empresariales, obtendría buenas calificaciones y luego empezaría a trabajar en la empresa familiar. No se contemplaban otras alternativas.
Se las arregló relativamente bien en su época escolar, pese al despego de su madre y la frecuente ausencia del padre. Siempre tuvo facilidad para hacer amigos, y gracias al trato con ellos fuera de casa pudo soportarlo, un año tras otro. Deseaba con ansia que llegara el día en que pudiera agarrar sus bártulos y largarse de casa.
El cambio se inició en la adolescencia. En su clase había ingresado un chico nuevo a quien le interesaba mucho la pintura; recorría todas las exposiciones de la ciudad y pintaba en su tiempo libre. Era tan apasionado y persuasivo que varios compañeros de clase lo acompañaron los fines de semana a la Galería Liljevalens, el Museo Nacional, Waldemarsudde y pequeñas y desconocidas galerías de arte. A Erik fue a quien más le fascinó aquello, sobre todo la pintura sueca de finales del siglo xix y principios del xx. En aquel tiempo descubrió El dandi moribundo y se quedó absolutamente impresionado. Entonces no comprendió qué era lo que le gustaba tanto del cuadro, sólo supo que hacía vibrar en su interior una fibra de algo profundo, oculto, algo sobre lo que no tenía control. Empezó a leer cuanto cayó en sus manos sobre Dardel y la pintura de comienzos del siglo xx en general. Llegó al extremo de empezar a estudiar arte al tiempo que seguía con sus estudios regulares. Su plan era mantenerlo en secreto y no comunicarlo a sus padres mientras fuera posible.
Además, no sólo su interés por la pintura fue lo que complicó su vida aquellos años. Comenzó a sentirse cada vez más atraído por personas de su mismo sexo, mientras las chicas le resultaban del todo indiferentes. Cuando sus compañeros hablaban de chicas y de sexo, se reía, les seguía la corriente y refería sus propias experiencias, con alguna aventura subida de tono. En realidad, Erik miraba a los hombres a escondidas. En el autobús, en la calle y en las duchas después de la clase de gimnasia. El cuerpo de los hombres le resultaba atractivo, el de las mujeres, no. Como era consciente de la mentalidad anticuada de sus padres y de su actitud negativa con respecto a la homosexualidad, hacía todo lo posible para reprimir su atracción por los hombres. Pero sus sentimientos pronto se vieron confirmados.
La familia se disponía a pasar el fin de semana en la isla de Gotska Sandön, donde se alojarían en una casa de verano. En el barco que los llevaba allí conocieron a una familia de Gotemburgo muy agradable, que tenía un hijo de la misma edad que Erik. Una noche, cuando los mayores charlaban y bebían vino, los dos jóvenes abandonaron el grupo y se fueron a dar un paseo por las extensas playas que bordeaban la isla. Era antes del solsticio de verano y la noche era cálida y luminosa. Se tumbaron uno al lado del otro en una duna y contemplaron el cielo mientras hablaban. A Erik le gustó el chico, que se llamaba Joel, y descubrió que tenían muchas cosas en común. Intimaron y Erik le contó a Joel los problemas que tenía en casa. El chico se mostró cariñoso y compresivo, y de repente se encontraron el uno en los brazos del otro. Erik jamás olvidaría aquella noche. Se intercambiaron la dirección y el teléfono, pero nunca volvieron a saber nada el uno del otro.
Erik volvió a su rutina diaria en Estocolmo, trastornado de verdad tras su inicio homosexual. Le aterraban tanto sus sentimientos, que en la universidad empezó a cortejar a una chica que no le quitaba ojo en clase.
Se llamaba Lydia. Comenzaron a salir juntos y se casaron pronto. Al principio, el matrimonio fue relativamente feliz y tuvieron tres hijos muy seguidos.
Erik se había aficionado a la bebida mucho antes y el consumo iba en aumento con los años.
Sus padres no repararon en absoluto en su actitud ensimismada y contribuyeron económicamente para que Lydia y él pudieran vivir a lo grande en un amplio piso en Östermalm. Lydia procedía de una familia de clase media de Leksand y se las arregló para estudiar conservación de museos y conseguir empleo en el Museo Nacional.
Un día en que Erik, como de costumbre, no regresó a casa hasta las dos del día siguiente y aún bajo los efectos del alcohol y las drogas, Lydia estalló. Era sábado y ella, con los niños, se fue a casa de sus suegros.
Los padres de Erik, naturalmente, se pusieron fuera de sí y amenazaron con retirarle la asignación con que lo ayudaban cada mes.
Lydia quiso divorciarse y, por descontado, sus padres se pusieron de parte de ella, dado que Erik era quien no se había sabido comportar ni cumplir lo prometido.
A Erik le importaba un bledo lo que su madre creyera o pensara, ya había conseguido cargarse el amor filial durante años de tiranía psíquica y desamor. ¿Cuántas veces no lo había humillado o dejado desamparado delante de profesores, vecinos, familiares y conocidos? No sentía nada por ella y estaba convencido de que el despego era recíproco. En el supuesto de que existiera algún sentimiento del que hablar, se podría describir más bien como un profundo desprecio.
Sin embargo, su padre sí le importaba todavía. En realidad, nunca había sido malo con Erik, pero el destacado hombre de negocios se convertía en un títere al lado de su mujer. Ella fue la que siempre había controlado todo, y él casi nunca cuestionó el hecho. La dejó hacer. Era lo mejor para la paz del hogar, decía con una sonrisa beatífica en los labios antes de escapar de su radio de acción en el siguiente viaje de negocios.
Tras el divorcio, se vio con sus padres en una sola ocasión, cuando Emelie cumplió los cinco años.
Sentado a la mesa el día de la fiesta de cumpleaños de su hija, Erik vio tristeza y decepción en los ojos de su padre, y aquello le dolió. Entre los globos, los amiguitos de la guardería y el plato de la tarta alentaba una sensación de traición y de sentimientos heridos. Tuvo que salir al balcón para respirar un poco de aire fresco.
Aunque estaba muy dolida con Erik después del divorcio, Lydia lo comprendía mejor que nadie. Él le había hablado de su desdichada y desgarrada infancia, de su complicada relación con su madre y de cómo había ido siendo cada vez más consciente de su homosexualidad. Ella lo aceptaba como era y, cuando el sentimiento de despecho se fue calmando tras el divorcio, continuaron siendo amigos. Él estaba convencido de que Lydia había comprendido que intentó hacerlo lo mejor que pudo. Decidieron que los niños vivirían con ella, puesto que aún eran muy pequeños, pero que cada quince días pasarían un fin de semana en casa de su padre.
La componenda duró medio año. Erik atendía su trabajo de manera ejemplar y se mantenía sobrio los fines de semana en que se hacía cargo de los niños. Sus padres siguieron ingresando cada mes en su cuenta una considerable suma de dinero, aunque su madre especificó con claridad que lo hacían por sus nietos y no por él.
Hasta que un sábado en que había ido a buscar a sus hijos, apareció por su casa un antiguo novio. Se quedó a cenar. Cuando los pequeños se durmieron, el ex novio se puso cariñoso, follaron y luego empezaron a trasegar el excelente whisky que el novio había llevado. Como de costumbre, una vez había empezado a beber, Erik no podía parar.
Al día siguiente, a la hora del almuerzo se despertó en el sofá porque llamaban insistentemente a la puerta. Era Lydia. Entró en el piso hecha un basilisco y encontró a los tres niños en el dormitorio, delante de la tele y comiendo patatas fritas, galletas y espaguetis crudos.
Aquel domingo tenían planeado ir juntos al parque de Skansen. Fue el último fin de semana que Erik tuvo a sus hijos en casa y, además, sus padres suspendieron la transferencia mensual.
Desde entonces no volvió a verlos más.
En una ocasión alcanzó a ver a su madre en la sección de sombrerería de NK. Permaneció un rato detrás de una columna y la observó mientras se probaba sombreros sonriente junto con una amiga. No lograba asimilar que la persona a la cual estaba mirando fuera su propia madre. Que lo hubiera llevado en su seno, que lo hubiera parido y que lo hubiera amamantado de pequeño. Era incomprensible. Tanto como que una vez él decidiera tener hijos.