Capítulo 31

Knutas se despertó con dolor de cabeza. Había dormido mal. La imagen de Egon Wallin muerto lo perseguía en sueños y los ratos que estuvo despierto los pasó pensando en la investigación. Durante el día apenas le quedaba tiempo para reflexionar, así que debía analizar sus impresiones por la noche. La investigación se veía interrumpida una y otra vez por muchas otras cosas que nada tenían que ver con el trabajo policial propiamente dicho y eso le incomodaba muchísimo. El hecho de que los medios estuvieran tan bien informados era un fastidio.

A veces se preguntaba si era sensato que Lars Norrby, su lugarteniente, fuera el portavoz de prensa. Quizá sería mejor que no supiera tanto. Cuanto más implicado estaba el portavoz de prensa en el trabajo de investigación, mayor era el riesgo de que revelara más de lo que debía.

En realidad, lo más sensato sería apartarlo de las investigaciones, pero en tal caso pondría el grito en el cielo.

La famosa fotografía de la víctima colgando de la Puerta de Dalmansporten había originado un buen revuelo. No era de extrañar que la hubiera tomado Pia Luja. Johan y ella juntos formaban un equipo que le habría gustado evitar. Por supuesto, sentía respeto por Johan, un periodista impertinente, desde luego, pero nunca hacía preguntas estúpidas que no llevaban a ningún sitio. Además, en varias ocasiones había contribuido a que la policía resolviese antes el caso, lo cual inevitablemente llevaba a que los policías de la casa, incluido él mismo, se mostraran predispuestos a complacerle. Asimismo, la circunstancia de que estuviera a punto de perder la vida en el curso de la última investigación, no hacía sino aumentar la buena disposición policial, lo que, a la larga, resultaba devastador. Berg era un reportero al que era preferible evitar si quería trabajar tranquilamente sin que lo molestaran. Y sobre todo si estaba en compañía de Pia Lilja. En la tarjeta de presentación de la fotógrafa. humildad y respeto por la integridad de la policía no figuraban precisamente. Iba a su aire y no se andaba con miramientos. Bastaba con ver la pinta que lucía, con aquel pelo negro que le brotaba del cuero cabelludo como sí fuera un cepillo de raíces, la deplorable pintura de guerra en los ojos y el aro en la nariz, que, por cierto, la última vez que la vio lo había sustituido por una perla. Claro que, en cualquier caso, lo de la perla era algo mejor. Knutas comprendía perfectamente lo importante que era tener buena relación con la prensa, pero a menudo se entrometían hasta tal punto en su trabajo que sólo deseaba que se fueran todos al carajo.


Miró la hora en el despertador; eran sólo las seis menos cuarto. Un rato de respiro antes de que sonara. Se giró hacia Line. Llevaba puesto el camisón rosa con grandes flores de color naranja. En el brazo, doblado por encima de la cabeza, se destacaban miles de pecas sobre la piel blanca. Amaba cada una de ellas. Sus rizos pelirrojos se esparcían por toda la almohada.

– Buenos días -le susurró al oído.

Line sólo refunfuñó en respuesta. Knutas le apretó con delicadeza la cintura para ver si reaccionaba y le oyó murmurar:

-Vad lejer du? [1]

A veces, cuando estaba cansada, hablaba en danés. Era de Fyn, pero se habían conocido en Copenhague hacía quince años. La gente decía que el amor cambiaba con los años. Que la relación se convertía en otra cosa, que el sentimiento de estar enamorado desaparecía y daba paso a algo más profundo, pero no tan evidente. Algunos afirmaban que los casados pasaban a ser buenos amigos, que la pasión se apagaba y se transformaba en un sentimiento de confianza. No era su caso. Line y él se peleaban y se amaban con el mismo frenesí con que lo habían hecho desde el principio.

A Line le gustaba su trabajo de comadrona. Estar rodeada de sangre, de dolor, de alegría indescriptible y de la más profunda desesperación dejaba, sin duda alguna, huellas en un ser humano. Lloraba y reía con facilidad, era una persona abierta y nadie podía decir que no expresaba claramente lo que quería y lo que sentía. Eso contribuía de alguna manera a que fuera fácil vivir con ella. Al mismo tiempo, a veces Knutas se irritaba con sus arrebatos emocionales y su temperamento irascible. Sus «enfados injustificados», los llamaba, lo cual la enfurecía, y más aún cuando él cometía el error de expresarlo en voz alta.

Y ahora estaba ahí tumbada, soñolienta y relajada. Se volvió y lo miró con aquellos ojos verdes.

– Buenos días, tesoro. ¿Ya es la hora?

La besó en la frente.

– Nos quedamos un poco más.

Un cuarto de hora más tarde, se levantó y preparó el café. Fuera aún era de noche. La gata se frotó contra sus piernas y la izó para dejarla encima de sus rodillas, donde el felino enseguida encontró acomodo. Estaba pensando en la conversación del día anterior con la esposa de la víctima. ¿Por qué no había dicho nada de su lío con Rolf Sandén? Debería haber comprendido que, más pronto o más tarde, aquello se sabría.

Tenía que llamarla otra vez, se dijo, mientras sacaba su viejo y desgastado bloc de notas, donde escribía las reflexiones que hacía en el trabajo y no quería olvidar. Releyó las anotaciones de su conversación, pero apenas podía entender lo que había escrito. Además, el bloc también empezaba a estar tan gastado que se le habían caído varias hojas. Aquello no podía seguir así. Necesitaba comprarse uno nuevo.

Echó una ojeada al reloj que había en la pared de la cocina. Habían acordado que la reunión matinal empezaría a las nueve en vez de a las ocho, porque Knutas aceptó participar en directo en el programa matinal de la Televisión Sueca: Morgonsoffan. Ahora se preguntaba por qué había accedido a participar. La televisión le ponía nervioso y luego siempre le parecía que se había mostrado torpe e indeciso. Le costaba hablar cuando estaba bajo la luz implacable de los focos y se esperaba de él que diera respuestas bien expresadas, sensatas y sopesadas, que dejara satisfechos tanto a los periodistas de la tele como a sus jefes de la policía, lo cual planteaba en sí una ecuación imposible de resolver. No revelar demasiado y, al mismo tiempo, contar lo suficiente para que el cuerpo policial recibiera información.

Lo cierto era que la policía necesitaba la colaboración de los ciudadanos. Tenían muy pocas pistas concretas que seguir. Hasta el momento no se había presentado ni un solo testigo con algo interesante que decir, ni aparecido nada en la vida de Egon Wallin que pudiera conducirlos a un posible agresor. Faltaba el móvil. Nadie creía que se tratara de un robo, pese a que no habían encontrado la cartera ni el móvil.

Egon Wallin estuvo siempre al frente de la galería, trabajó duro y sabiendo lo que quería. Mantenía una buena relación con sus empleados y al parecer nunca tuvo problemas con la justicia ni con nadie.


La entrevista salió mejor de lo esperado. Se sentó en un pequeño estudio de televisión y conectaron en directo con el programa. El presentador tuvo tacto y no le formuló preguntas demasiado comprometidas. Finalizados los tres minutos estaba sudoroso, pero se sentía bastante satisfecho. La llamada al móvil de la directora provincial de la policía unos minutos después de su intervención le confirmó que había conseguido desenvolverse bastante bien en la entrevista.

Ya en comisaría, llamó por teléfono a la psiquiatra forense a cuyos servicios había recurrido el año anterior. Esperaba que pudiera interpretar el modus operandi del asesino y los ayudara a avanzar. Pero le respondió que aún era pronto y le pidió que volviera a ponerse en contacto con ella más adelante. Seguro que tenía razón. No obstante, logró sonsacarle algunas cosas. No descartaba que pudiera tratarse de un asesino que actuase por primera vez. Pero no creía que se tratara de un asesinato fortuito, sino que era fruto de una planificación previa, tal vez larga. Parecía probable que el asesino supiera que Egon Wallin iba a salir de nuevo y que lo haría solo. Lo cual, a su vez, significaba que el agresor tenía vigilada a su víctima.

Tenían que volver a interrogar a todas las personas del entorno de Wallin. Alguien podía haber observado algo, quizá había visto a una persona nueva, desconocida, cerca de él. El hecho de que el galerista tuviera que conocer a su asesino, simplificaba mucho las indagaciones. Egon Wallin tenia un círculo de amistades inusitadamente amplio, pero simplificaba las cosas el detalle de que su asesino con toda seguridad se encontrara entre sus conocidos.

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