Capítulo 40

El frío era intensísimo y la gente no salía de casa. Estocolmo estaba inusualmente silencioso aquella noche de febrero. La temperatura había descendido a diecisiete grados bajo cero y todo parecía paralizado, congelado.

Cuando Hugo Malmberg abrió la puerta del portal que daba a la calle Långholmsgatan sintió una bofetada gélida de aire. Hundió la mitad del rostro en la bufanda y se levantó el cuello. Miró calle abajo; todo estaba desierto y no se veía ningún taxi. Eran casi las tres de la madrugada. Encendió un pitillo mientras esperaba y dio unas patadas en el suelo en un intento de mantener el calor. Sopesó la idea de volver a entrar, pero cayó en la cuenta de que se le había olvidado el código del portal. Alzó la vista hasta el cuarto piso; la hilera de ventanas del piso de Ludvig y Alexia que daba a este lado estaba oscura. Se habían dado prisa en apagar la luz, sin duda satisfechos de que se hubiera marchado de una vez.

Había acabado una nueva cena de los viernes; unas cenas con platos exquisitos y vinos de reserva en compañía de buenos amigos. Notó que le apretaban los pantalones; debía andar con ojo para no engordar. Se había quedado más tiempo que los demás, lo cual no era ninguna novedad. En esta ocasión, él y el anfitrión, su buen amigo Ludvig, se habían enzarzado en una controversia sobre el desinterés por el arte en las páginas culturales de los periódicos de difusión nacional; la literatura acaparaba todo el espacio. Cuando agotaron los argumentos y descargaron toda su indignación eran ya las dos y media de la madrugada. El resto de los comensales se fueron despidiendo uno tras otro sin que ello indujera a los dos amigos a interrumpir su animada discusión; fue la esposa de Ludvig, Alexia, quien tuvo que salir a la puerta para despedir con un beso en la mejilla a los invitados.

Por último, hasta Hugo se percató de que ya era hora de irse a casa y Ludvig le pidió un taxi. Los taxis solían llegar al momento, y por eso pensó que lo mejor sería bajar en el ascensor y esperarlo fuera en la calle mientras se fumaba un ansiado cigarrillo.

En casa de Ludvig y de Alexia no se podía fumar. Cuando apagó el segundo pitillo sin que el taxi hubiera aparecido aún, volvió a consultar el reloj. Ya llevaba diez minutos de espera y empezaba a impacientarse. Por desgracia, había dejado el teléfono móvil en casa y empezar a gritar o lanzar una piedra a las ventanas de sus amigos no lo seducía en absoluto.

Miró hacia el puente de Västerbron. En realidad, su casa no quedaba tan lejos. Cruzado el puente, podía bajar la escalera y atravesar el parque de Rålambshov, y desde allí sólo quedaba un trecho corto por Norr Mälarstrand hasta llegar a la esquina de la calle John Ericssonsgatan, donde vivía. No tardaría más de veinte minutos, media hora a lo sumo. Aquel puñetero frío le hizo dudar, pero si caminaba a buen paso no tenía por qué suponer un peligro.

Hugo Malmberg era uno de los galeristas más prestigiosos de Estocolmo. Era copropietario de una gran galería en Gamla Stan y gracias a prósperos negocios en el mundo del arte había conseguido amasar una pequeña fortuna en los años ochenta y, desde entonces, ésta no había hecho más que crecer.

Se encaminó a paso ligero hacia el puente de Västerbron para avivar la circulación sanguínea. El frío hacía que cada inspiración le resultara penosa. Suecia no estaba concebida para personas, se dijo. Si Dios existía, se había olvidado de aquel rincón perdido en el extremo septentrional de Europa. La ciudad hibernaba congelada. La capa de hielo que cubría la barandilla del puente brillaba a la luz de las farolas. El puente apareció ante él con su hermoso arco abovedado, debajo del cual el hielo se extendía como una masa compacta hasta el centro de la ciudad. Se alzó el cuello un poco más y hundió las manos en los bolsillos del abrigo.

Para mayor contrariedad, cuando llegó a Västerbron acababa de pasar el autobús nocturno. No se le había ocurrido pensar que podía tomarlo. A sus pies se hallaba Långholmen, con sus árboles desnudos y sus rocas. La isla donde en tiempos estuvo ubicada la prisión, en el centro de la ciudad, ahora estaba ocupada sobre todo por el bosque y rodeada de embarcaderos. Un poco más allá, una escalera descendía desde el puente hasta la solitaria isla.

De repente, divisó una figura que se movía allí abajo, entre los árboles. Era un hombre con una cazadora negra acolchada y un gorro de punto en la cabeza.

Justo en mitad de la escalera, sus miradas se cruzaron. El tipo vestido de negro era alto y parecía musculoso bajo la cazadora. De rostro delicado, el cabello, rubio y rizado, sobresalía por debajo del gorro.

No se le ocurrió decir nada. Era una situación rara. Los dos estaban solos en aquella noche fría, y quizá deberían haberse saludado. El joven era realmente atractivo. Le importaba un bledo, ahora lo que quería era llegar a casa lo antes posible. Se le habían congelado las mejillas de frío. Aceleró el paso.

No oyó ningún ruido a su espalda. Ignoraba si el hombre que había subido por la escalera le seguía los pasos o había continuado en dirección contraria, hacia Södermalm. Al final no resistió la tentación de volverse. Se estremeció sobrecogido: el desconocido se encontraba a unos metros de él. Sonrió y miró a Hugo Malmberg fijamente a los ojos.

Sin saber cómo debía interpretar aquella sonrisa, Hugo siguió hacia delante.

Cuando se acercaba a la parte superior del puente empezó a levantarse viento. El aire era tan cortante y tan frío que casi no podía respirar.

Allí estaba él, en el centro de Estocolmo, y no recordaba haber visto nunca la ciudad tan desolada. Todo a su alrededor estaba congelado, como si la vida y el ruido de la urbe de repente se hubieran interrumpido, paralizado, en pleno movimiento. Era la misma sensación que tenía al contemplar arte. Cuando un cuadro bien pintado lo conmovía, todo a su alrededor se paralizaba por un momento; como en una fotografía, el tiempo y el espacio se detenían y lo único que existía eran él y la obra que contemplaba.

Entonces vio otra vez al hombre desconocido. Ahora, de pronto, estaba delante de él. ¿Cómo lo había hecho? Se hallaba al otro lado del puente y miraba con fijeza a Hugo.

Una sensación de desagrado le recorrió todo el cuerpo. Se dijo que, desde luego, algo en el comportamiento del joven no encajaba. Entonces fue consciente de lo indefenso que estaba, totalmente visible en mitad del puente, sin ninguna posibilidad de esconderse en el caso de que sufriera una agresión. Claro está que podía echar a correr, pero seguro que su perseguidor lo alcanzaría antes de que hubiera adquirido velocidad.

A lo lejos, en Norr Mälarstrad vio un taxi solitario que se dirigía al centro.

Continuó caminando sin perder de vista al hombre del otro lado. Al mismo tiempo, oyó el ruido de un motor que enseguida se convirtió en un rugido ensordecedor. Un camión pasó a gran velocidad por el otro lado del puente. Pudo ver la cara del conductor, antes de que el ruidoso vehículo se alejase.

Cuando terminó de pasar todo el remolque, el hombre del puente había desaparecido.

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