No quedaba más remedio que reconocerlo. Habían llegado a un punto muerto en las pesquisas sobre el asesinato de Egon Wallin. El comisario estaba cada vez más convencido de que el culpable no era de Gotland, e incluso ni siquiera sueco tal vez.
La investigación tenía muchos datos, indicios y pistas que apuntaban en distintas direcciones y parecían imposibles de encajar. A la hora de la verdad, ni siquiera estaban seguros de que hubiese alguna relación entre el asesinato y el robo en Waldemarsudde. Quizá sólo hubieran colocado allí la escultura para despistar a los sabuesos.
Knutas seguía teniendo un contacto fluido con Kurt Fogestam, de la policía de Estocolmo, donde la investigación estaba también en punto muerto.
Un aspecto positivo era que, con el tiempo, la histeria mediática se había apaciaguado, de modo que podían trabajar en paz. Se analizaron varias veces tanto la información recopilada como los datos útiles aportados por los testigos, pero eso tampoco coadyuvó a que avanzara la investigación. Knutas estaba decepcionado, pues tampoco habían adelantado nada en los asuntos de los cuadros robados que aparecieron en casa de Egon Wallin y el del enigmático huésped de Muramaris. Aún no habían logrado descubrir quién era.
El ministerio de Agricultura nunca encargó informe alguno sobre el futuro del sector azucarero y allí nadie conocía al tal Alexander Ek. Se analizaron los cabellos hallados en la furgoneta y se comprobó que pertenecían a Egon Wallin. Con ello, la cosa estaba clarísima: el huésped de la casa era el autor del asesinato; pero ¿dónde estaba?