Capítulo 73

Hugo Malmberg, acostado en su cama en la suite del hotel Wisby, no podía dormir. El funeral constituyó un suplicio. Fue estúpido pensar que se sentiría mejor si asistía. Pero la presencia de la familia, los parientes y los amigos de Egon Wallin le hizo darse cuenta de lo solo que se encontraba.

El hecho de que alguien pudiera significar más después de muerto era ciertamente absurdo. Cuando Egon Wallin vivía, mantuvieron una relación, sí. Fue apasionada y magnífica en muchos sentidos, pero no había estado enamorado. Lo estuvo al principio, lógicamente, pero luego, como suele suceder, la cosa se fue enfriando. Una vez satisfecha la curiosidad inicial, solía cansarse bastante pronto. Se veían cuando surgía la ocasión, sin exigencias ni expectativas. Ambos sacaban buen provecho de aquellos encuentros, pero después cada cual se iba por su lado y casi se olvidaban el uno del otro hasta que volvían a encontrarse de nuevo. Al menos, por su parte había sido así.

Ahora, tras la muerte trágica y violenta de Egon, se sorprendió a sí mismo echándolo de menos mucho más de lo que lo hiciera cuando su amante de Gotland estaba vivo.

Quizá empezaba a hacerse viejo. Cumpliría los sesenta y tres en su próximo cumpleaños. Hubo algo en el entierro que le hizo pensar en su pasado. La soledad lo aterraba. El vacío se había ido adueñando de él y a menudo pensaba en la decisión que tomó en el pasado y de la cual ahora se arrepentía. De haber tomado otras decisiones en la vida, quizá no se encontraría tan solo. Cierto que su círculo de conocidos era amplio, pero no había nadie que se ocupara realmente de él. De alguna manera, era esencial que alguien se hiciera cargo de uno en el otoño de la existencia. Alguien cercano, con el que existiera una profunda relación.

Con todo, había disfrutado de una buena vida, de eso no se podía quejar. Tenía una exitosa carrera y nunca le había faltado el dinero. Eso le proporcionaba una libertad de la que disfrutó plenamente. Compró siempre lo que quiso y llevaba una existencia acomodada. Viajar, había viajado a todos los continentes. Pudo satisfacer sus necesidades y su trabajo era original y estimulante. En realidad, lo único que faltaba en su vida era un amor profundo. Quizá lo hubiese podido tener con Egon. Si estuviera vivo.

Egon Wallin mantenía una actitud maravillosa respecto a la pintura, se podía pasar horas enteras hablando de una obra o de un detalle de un cuadro y reflexionar sin tasa acerca de cuál fue la intención del artista con esto o con lo otro. Quizá era eso lo que echaba de menos. Egon era auténtico; su alegría, sincera, y su curiosidad por la vida, insaciable.

Habría de transcurrir mucho tiempo antes de que volviese a Gotland. Si es que volvía alguna vez. La isla estaba demasiado unida a Egon. Ahora tendría que olvidarlo todo, olvidar toda aquella historia execrable. Ya le daba igual quién fuera el asesino. Lo primero que iba a hacer apenas llegara a casa sería reservar un viaje hacia el sol y el calor. A Brasil, quizá, o a Tailandia. Se tenía bien merecidas unas vacaciones, después de lo que había pasado.

Desistió del intento de quedarse dormido. Se levantó de la cama, metió los pies en las zapatillas del hotel y se abrochó el albornoz. Sacó una botellita de whisky del minibar, vertió el contenido en un vaso y se sentó en el sofá de la sala de estar de la suite. Encendió un cigarrillo y expelió el humo con lentitud.

Sería enormemente agradable volver a casa.

Se lo estaba diciendo cuando oyó un ruido al otro lado de la ventana. La suite estaba en el último piso, pero había un tejadillo al lado. El edificio era viejo y fue construido con diferentes alturas y salientes.

Se acercó a la ventana, descorrió las cortinas y miró inquieto fuera. Llegaba la luz mortecina de una farola, pero no iluminaba gran cosa. Por lo visto no pasaba nada, sería un gato. Cerró de nuevo las cortinas, volvió al sofá y bebió un buen trago de whisky, que le quemó agradablemente la garganta de camino hacia el esófago. Recordó que el viernes estaba invitado a un gran evento en Riddarhuset, la Casa de la Nobleza. Sería agradable. Tenía muchos amigos entre los nobles.

Otro ruido. Se estremeció y miró el reloj. Las dos y cuarto.

Apagó a toda prisa el cigarrillo, se levantó y apretó el interruptor de la luz. La habitación quedó a oscuras. Luego, se deslizó hasta la ventana, se situó a un lado, pegado a la pared, y aguardó. Al momento oyó un crujido y, luego, un ruido sordo. Sonaba como si hubiera alguien por encima de él y a un lado. No sabía qué hacer, y no se atrevía a mirar afuera por miedo a que lo vieran, pese a que estaba a oscuras. Entonces distinguió el centelleo de una luz. A través de una rendija de las cortinas pudo ver que el foco de una linterna alumbraba la ventana.

Aguardó unos minutos con los músculos en máxima tensión.

Después, llevado por un impulso, asió una lámpara de mesa con un pesado pie de cerámica. Desmontó la pantalla, la dejó con cuidado en el suelo y agarró con fuerza el pie de la lámpara. Aquella fue la mejor arma que pudo encontrar. Permanecía de pie al lado de la ventana en un rincón de la sala; había logrado parapetarse casi por completo detrás de las pesadas cortinas. Sólo tenía en la cabeza el cruel destino de Egon. Y las amenazas que él mismo había recibido: la hoja en el buzón de la puerta y las misteriosas llamadas telefónicas.

Tenía un nudo en el estómago a causa de la aterradora sensación de que había llegado su momento. Alguien andaba buscando venganza y había llegado su turno.

Tal como había presentido, no tardó mucho en oír unos golpecitos tenues que quebraron el silencio, como si alguien tratase de abrir la ventana. Parecía claro que empuñaba un palo. La madera cedió. Unos dedos enguantados intentaban abrirse paso a tientas a la escasa luz. Quitaron el pestillo de la segunda ventana.

Al momento apareció una pierna y luego, otra. Alguien alto, corpulento y vestido de negro se deslizó dentro a través de la ventana y fue a parar al suelo de la sala de estar, a pocos metros de donde él estaba. El intruso llevaba calado en la cabeza un pasamontañas de lana negro con orificios para los ojos.

Hugo se apretó contra la pared cuanto pudo, esperando que el asaltante siguiera hacia el interior sin advertir su presencia.

La suite estaba en una de las esquinas del hotel y era de forma circular. Se hallaban en la sala de estar, y el intruso podía optar entre ir a la izquierda y acceder al dormitorio, o dirigirse a la derecha y entrar en una salita. El enmascarado permaneció quieto unos segundos, tan cerca de él que casi podía oír su agitada respiración.

La oscuridad era absoluta. Rezó en silencio para que no lo delatara el olor. Seguramente apestaba a whisky y a tabaco. El hombre se volvió, y por unos terroríficos segundos, Hugo tuvo la certeza de que había descubierto su escondite. De repente, el otro se deslizó hacia la puerta del dormitorio y desapareció en la oscuridad. Retrocedió sigilosamente con los ojos clavados en el dormitorio. A su espalda no había más que la salita, la entrada y la puerta que daba al pasillo del hotel. Aún tenía la posibilidad de escapar. Tratar de reducir al corpulento asaltante se le antojaba imposible. No tenía la menor posibilidad. Pensamientos de todo tipo se agolpaban en su cabeza, había perdido la noción del tiempo, ni siquiera podía calcular cuántos segundos habían pasado.

Justo en el momento en que estaba sopesando aprovechar la ocasión y lanzarse hacia la puerta, sintió que alguien lo agarraba de la muñeca. El pie de la lámpara cayó al suelo y se hizo añicos. Gritó, pero fue un grito sordo. Como si intuyera que no valía la pena.

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