Capítulo 37

A Knutas le rugía el estómago de apetito; la hora del almuerzo estaba ya más que superada. El bocadillo reseco que se había comprado le había dejado hambriento, pero en aquellos momentos no tenía tiempo de pensar en cosas tan triviales como la comida. Había llegado la hora de interrogar a Mattis Kalvalis y a su agente antes de que regresaran a Lituania.

Se refrescó la cara en los lavabos y se llevó una pastilla de menta a la boca.

Cuando bajó a la recepción, ambos ya estaban allí sentados esperando. Knutas no había visto antes al pintor más que en fotos. Mattis Kalvalis parecía, cuando menos, fuera de lugar en la recepción de una comisaría de policía.

Lo que más llamaba la atención era el pelo, negro salvo el flequillo, que llevaba teñido en un tono verde neón. De un lóbulo de la oreja le colgaba una cadena larga y vestía pantalones de cuero de color rojo y una chaqueta en el mismo tono verde reflectante del flequillo. Completaba tan singular atuendo un par de zapatillas deportivas de caña alta y color azul claro que a Knutas le recordaron unas similares que tuvo en su juventud.

El agente, sentado a su lado, era el polo opuesto. Tenía aspecto de minero ruso, corpulento y de rasgos toscos, tocado con una gorra de piel con orejeras y una cazadora acolchada de color azul oscuro. Cuando lo saludó, Knutas comprobó que tenía la mano sudorosa.

El comisario consiguió chapurrear unas frases de saludo en inglés y luego los guió hasta su despacho. Por fortuna, sus colegas ya habían finalizado la reunión. Vio a Karin, que estaba con Kihlgård ante la máquina del café, y le hizo una seña para que se acercara.

Los lituanos rehusaron el café que les ofrecieron y se sentaron en el sofá que Knutas tenía dispuesto para las visitas. Dejó que Karin, con mejor nivel de inglés, condujera el interrogatorio, mientras él escuchaba y miraba con atención a los dos hombres que tenía delante. En cierto modo, participar sólo como oyente tenía sus ventajas. Podía observar cada cambio en la expresión del rostro cuando se les formulaba una pregunta o si la persona interrogada esquivaba la mirada.

Karin puso en marcha la grabadora y comenzó con las frases habituales.

– Can I smoke?

El pintor hizo la pregunta mientras sacaba un cigarrillo del paquete arrugado que guardaba en el bolsillo interior de la chaqueta.

– I’m afraid not.

El hombre delgado y extravagante sentado enfrente de ella se detuvo con el cigarrillo en el aire a mitad de camino de la boca y lo volvió a guardar en el paquete sin pestañear.

Karin observó aquella cara pálida, joven y de rasgos finos, pero con arrugas profundas. Bajo los ojos, unas ojeras muy acentuadas. Mattis Kalvalis tenía un aspecto como si no hubiera dormido en varios días. Se le veía incómodo allí sentado junto a su fornido agente en el sofá de dos plazas de Knutas.

Después de las preguntas de rigor sobre sus datos personales, Karin se dirigió al pintor.

– ¿Conocías bien a Egon Wallin?

Mattis alargó las palabras al responder:

– No sé… Bueno, no muy bien, francamente. Era una persona con la que resultaba fácil relacionarse en el aspecto profesional, pero nos habíamos visto pocas veces.

– ¿Cómo os conocisteis?

– Debió de ser hace un año, ¿no? -contestó el artista mirando a su representante, quien asintió con la cabeza-. Sí, nos conocimos en Vilna la primavera pasada. Él participaba en un ciclo de conferencias, según creo.

Volvió a mirar al hombre que tenía sentado al lado; éste frunció el ceño y asintió.

– ¿Dónde os conocisteis?

– Estábamos sentados uno al lado del otro en la cena que organizó la Asociación de Pintores Lituana. Él había visto mis cuadros, bueno, yo exponía entonces en una pequeña galería en Vilna, y me dijo que le gustaban. Al día siguiente quedamos para almorzar y se ofreció a ser mi representante aquí en Escandinavia.

– ¿Y aceptaste inmediatamente?

– No, claro que no. La verdad es que conseguí despertar cierto interés con aquella exposición; era la primera vez que exponía y se escribió bastante en los periódicos. Me llegaron varias ofertas, pero la de Wallin era la mejor.

Knutas se quedó pensativo. ¿Cómo habría conseguido Egon Wallin dejar fuera a sus competidores con tanta facilidad? Hizo una anotación en su bloc.

– ¿En qué términos era la oferta?

Karin clavó la mirada en Mattis Kalvalis. Sus ojos eran tan oscuros como los de él.

– Él trabajaría para abrirme un mercado aquí y se quedaría con el veinte por ciento de los ingresos.

– ¿Por qué era tan ventajosa?

– Todos los demás se llevan el veinticinco por ciento. Por otra parte, parecía que tenía buenos contactos.

Mattis Kalvalis sonrió. Si al principio del interrogatorio se había mostrado nervioso, ahora parecía cada vez más relajado.

– Pues parece que tu primera exposición aquí también fue un éxito -observó Karin-. Según tengo entendido, se vendió la mayor parte de las obras.

– Sí, así fue.

– Y no podemos quejarnos de la publicidad que hemos tenido -terció el representante, que hablaba por primera vez-. Este fin de semana, Mattis ha salido en todos los periódicos principales, y nos llueven los encargos. Daba gusto trabajar con Egon Wallin, se notaba a primera vista. Y ahora no sabemos qué pasará…

– No -corroboró Mattis encogiéndose de hombros.

A juzgar por su expresión, no parecía muy preocupado.

– Sabemos que después de la inauguración, la noche en que se produjo el asesinato, cenasteis en el Donners Brunn. ¿Qué hicisteis después?

– Yo no asistí a la cena -puntualizó el agente-. Me sentía mal y me marché directamente al hotel.

– ¿Ah, sí?

Karin frunció el entrecejo. Tenía entendido que Vigor Haukas también había participado.

– Bueno, creo que bebí más vino de la cuenta. Me descontrolé al ver que vendíamos tanto.

– ¿Qué hiciste en el hotel?

– Sólo dormir. Estaba tan cansado después de todo el trajín y de todo el nerviosismo previo a la exposición…

Sonrió como si se avergonzara. Karin se dirigió a Mattis Kalvalis.

– ¿Puedes contarme qué hiciste aquella noche?

– Por supuesto. La exposición fue todo un éxito, como se ha dicho; se podría describir el evento como un triunfo. Fue muy divertido y muy interesante hablar con el público. La gente de aquí es tan abierta y tan entusiasta… -exclamó satisfecho retirándose el flequillo verde-. Había un montón de periodistas, así que concedí varias entrevistas. Sí, luego nos fuimos todos al restaurante, menos Vigor, y lo pasamos muy bien.

– ¿Hasta qué hora estuviste en el restaurante?

– Me iría de allí a eso de las once.

– ¿Qué hiciste después?

– Volví directamente al hotel. Tenía que madrugar al día siguiente.

– ¿Y no te encontraste con nadie?

– No, el hotel está casi pared con pared con el restaurante. Subí a mi habitación y me acosté.

– ¿Te vio alguien?

– No. La recepción está cerrada por la noche, así que no había nadie en el vestíbulo.

– Así pues, no hay nadie que pueda atestiguar que es cierto lo que dices…

– No -confirmó extrañado el pintor-. ¿Soy sospechoso?

Se llevó una mano al pecho, horrorizado.

– Estas son las preguntas habituales que hacemos a todos -contestó Karin en tono conciliador-. Es la rutina.

– Está bien, comprendo.

Mattis Kalvalis sonrió inseguro y miró pestañeando a su representante.

– ¿Por qué fuisteis a Estocolmo?

– Será mejor explicar las cosas como son. Cierto que le había prometido a Egon que iba a ser mi representante en Escandinavia, pero no habíamos firmado el contrato. Durante la exposición me ofrecieron un contrato aún mejor con otro galerista de Estocolmo.

– ¿Sixten Dahl?

– Sí, él. Me convenció para que fuese al menos a conocer su galería y para que pudiera contarme todo lo que podía hacer por mí. Así que, en la misma exposición, decidimos ir.

– ¿Has firmado algún contrato con Sixten Dahl?

El pintor abrió los brazos.

– Sí, la verdad. Era mucho mejor. Y ahora que Egon ha muerto, eso ya no tiene ninguna importancia.

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