Capítulo 71

El tañido de las campanas de la catedral se oyó en todas las callejuelas y los rincones de Visby.

Dentro, en la catedral, las hileras de bancos se iban llenando poco a poco. Una atmósfera contenida pesaba sobre los allegados del difunto. Todos parecían estar pensando en la manera brutal en que Egon Wallin había acabado sus días. Nadie merecía un destino semejante, y en el rostro del sacerdote se podía leer la rabia contenida. El galerista, además, fue una persona apreciada, cordial y con sentido del humor. Su familia había enriquecido la ciudad con el arte durante más de cien años y él mismo contribuyó no poco al florecimiento de la vida artística de Visby. Muchos quisieron asistir y honrarle en aquel día.

Knutas se colocó junto a la imponente puerta de entrada, desde donde observaba con discreción a los asistentes al funeral. Monika Wallin, de luto riguroso, llegó del brazo de sus hijos. La investigación está definitivamente paralizada, pensó. Últimamente no había avanzado nada. Ninguna de las pistas ni de las hipótesis condujo a nada concreto que les perrmtiera seguir avanzando. En sus momentos más pesimistas había empezado a desconfiar verdaderamente de que pudieran resolver aquel asesinato. Cuando ocurrió el robo en Waldemarsudde, pensó que el caso se iba a solucionar, pero no fue así; al menos de momento.

Suspiró para sus adentros y distinguió a Karin entre la multitud. Las reacciones ante la noticia de que ella iba a convertirse en subcomisaria desde el 1 de junio no se habían hecho esperar. La Brigada de homicidios se dividió en dos bandos, uno a favor y otro en contra. Knutas se sorprendió de que el nombramiento provocara una grieta tan profunda. Estaban en contra, sobre todo, los compañeros varones de más edad, mientras que aplaudían el nombramiento las mujeres y los colegas jóvenes.

Quien realmente le sorprendió fue Thomas Wittberg. Karin y él siempre habían sido muy buenos amigos en el trabajo, pero Thomas estaba entre los que reaccionaron con más violencia ante la noticia de que ella iba a ser nombrada subcomisaria. La relación entre ambos se cortó a partir de conocerse la noticia. La inspectora no dejaba traslucir su malestar, pero el comisario comprendía que estaba dolida. Era increíble cómo actuaban las personas cuando cambiaban las circunstancias y sucedía algo inesperado. Entonces, se ponían en juego las relaciones y quedaba claro quiénes eran los amigos de verdad.

Observó a los asistentes al entierro. Muchos parecían allegados de la familia. Saludaban afectuosamente a Monika Wallin, que aún no se había sentado y permanecía de pie en el atrio de la catedral junto a su hijo mayor, que estaba tenso pero contenido y parecía claramente molesto con la situación.

Knutas no conocía a buena parte de los presentes. Llegó un grupo de hombres, todos ellos con más de cincuenta; supuso que serían colegas de negocios del mundo del arte. Se preguntó si aparecería Hugo Malmberg, el socio de Egon Wallin en Estocolmo. Para su irritación, cayó en la cuenta de que, aunque se presentara, no lo reconocería. ¡Qué fallo! Sólo lo había visto en fotografías de hacía más de diez años y, además, llevaba mucho tiempo sm mirarlas. Evidentemente, debería haber refrescado la memoria antes del funeral. No se explicaba cómo podía haber sido tan torpe.

Los hombres de aquel grupo hablaban discretamente entre ellos, con las cabezas muy próximas, como si no quisieran que ningún extraño oyese lo que comentaban. ¿Sería alguno de ellos?

Sus pensamientos se vieron interrumpidos: acababa de descubrir la presencia de Mattis Kalvalis. No fue difícil reconocerlo entre la gente. Llevaba un largo abrigo de lana a cuadros de tonos rosa y negro y una bufanda de color amarillo chillón. Aquel día tenía el cabello rojo, alborotado en todas direcciones, la cara, blanca como la tiza, y se había pintado los ojos con lápiz negro.

Era curioso que hubiese viajado desde Lituania para asistir al entierro de Egon Wallin. Al fin y al cabo, la relación entre ambos era muy reciente. Quizá hubieran mantenido un contacto más íntimo de lo que el artista había dejado entrever. Aquello avivó de nuevo las sospechas de Knutas, quien nunca había podido desechar la idea de que tal vez hubo algo entre ellos.

Mattis Kalvalis se acercó a saludarlo.

– ¿Estás aquí sólo para asistir al entierro? -osó preguntarle el policía en su torpe inglés.

Percibió un ligero temblor en una de las cejas del pintor.

– En realidad, voy de camino a Estocolmo, pero hoy quería estar aquí. Egon Wallin significó mucho para mí. No llevábamos mucho trabajando juntos, pero hizo mucho en tan poco tiempo. Además, era un buen amigo. Yo lo apreciaba sinceramente.

Las palabras de Mattis Kalvalis parecían sinceras. A continuación se disculpó y se encaminó hacia la viuda. Knutas no se había fijado antes en lo delgado que estaba. Tenía los hombros cargados, y el abrigo parecía grande sobre aquel cuerpo tan escuálido. Se preguntó si no estaría enganchado a las drogas. Sus movimientos eran temblorosos y hablaba siempre de una forma incoherente. Algo que incluso Knutas podía apreciar, pese a su rudimentario inglés.

La catedral estaba a rebosar. Fue una ceremonia preciosa.

El único detalle digno de mención que se produjo durante el entierro fue que el hijo de Egon Wallin tropezó al acercarse al féretro y estuvo a punto de desplomarse en una gran maceta de mármol llena de azucenas blancas. La rosa que llevaba en la mano se le cayó y se le partió el tallo. Knutas se compadeció de él cuando con un gesto afligido balbució unas palabras que nadie pudo entender y depositó la rosa sobre la tapa negra y brillante del ataúd.

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