Capítulo 33

Monika Wallin se anticipó a Knutas. Cuando éste se dirigía a la comisaría, lo llamó al móvil. Parecía alterada.

– He encontrado algo. Quiero que vengas aquí.

– ¿De qué se trata?

– No te lo puedo decir por teléfono. Pero revisé ayer por la tarde el trastero y descubrí una cosa. Estoy segura de que querrás verla.

Ei comisario echó una ojeada a su reloj de pulsera. Llegaría tarde a la reunión de la mañana, pero no quedaba más remedio. Por suerte, esa mañana había decidido ir en coche. Aunque la calle Snäckgärdsvägen no quedaba lejos (estaba al otro lado del hospital), se iba bastante más rápido con el coche. En lugar de detenerse en la comisaría, pasó de largo, siguió por la calle Kung Magnus y giró en la rotonda que había al lado de la tradicional pastelería Norrgatt antes de tomar la cuesta que bajaba hasta el hospital. Giró para entrar en el pequeño aparcamiento, y observó que Monika Wallin ya lo estaba esperando. Vestía una cazadora rosa y Knutas advirtió con sorpresa que se había pintado los labios de color rosa.

– Hola -lo saludó algo forzada tendiéndole la mano, cubierta con unos guantes también de color rosa.

Lo precedió hasta la casa. El trastero, pegado a la pared del inmueble, tenía la puerta abierta. La mujer entró delante de él en aquel cuarto mal iluminado, más grande por dentro de lo que parecía desde fuera. Estaba repleto de cosas y si bien el matrimonio Wallin tenía la casa limpia y ordenada, aquello era harina de otro costal. Allí había jardineras, esquís viejos, palas, pantallas de lámparas, ruedas de bicicleta, cajas de cartón y herramientas para el jardín, todo en completo desorden.

– Mira, el trastero era cosa de Egon -se disculpó Monika Wallin-. Yo no entro nunca aquí, me niego porque es un caos. No podría ni siquiera cambiar una bombilla, porque no sabría ni por dónde empezar a buscar.

Suspiró y allí de pie, muy juntos en el único hueco libre que quedaba en el suelo, miró resignada a su alrededor. Las paredes estaban cubiertas de estanterías llenas de trastos, y en el rincón del fondo había una mesa con cajones repleta de cosas.

– Allí -susurró.

Se abrió paso por el angosto pasillo que desde luego había abierto ella para poder llegar hasta la parte interior del trastero, donde había una puerta, que abrió.

– Conduce al trastero con calefacción. Está al lado del lavadero y había también una puerta desde dentro, pero se colocó una secadora delante, así que ahora sólo se puede entrar por este lado.

Knutas la siguió y llegaron a un cuarto más pequeño. Allí imperaba un orden muy distinto. Las cajas de cartón estaban bien dispuestas a lo largo de las paredes. A un lado se veía una bonita mesa de cocina ya pasada de moda. La mujer retiró un tablero de masonita que ocultaba un lado de la pared y levantó una lona. La curiosidad de Knutas aumentó. Se inclinó impaciente hacia delante para ver lo que había allí.

Monika sacó una caja pequeña de cartón, la dejó sobre la mesa y retiró el papel de seda que había en su interior.

– Mira -dijo-. No tengo ni idea de dónde ha salido esto.

Knutas miró con curiosidad hacia abajo para ver el contenido de la caja.

Dentro había una pintura que no era mayor que un folio. La escena mostraba un fragmento del palacio real de Estocolmo, al fondo se vislumbraba la iglesia de Riddarholmen, pero, por lo demás, el agua de la bocana de Estocolmo dominaba el cuadro. Lo que el artista había pintado, a juzgar por el color dorado que se reflejaba en las ventanas del palacio, debía de ser una puesta de sol. El policía no era un entendido en pintura, pero hasta él podía ver que aquella pintura tenía categoría. No vio ninguna firma.

– ¿Quién ha pintado esto?

– No estoy segura. No soy precisamente una experta. Me ocupaba más de la parte administrativa, pero puesta a opinar, apostaría a que es un Zorn.

– ¿Anders Zorn? -soltó Knutas estupefacto-. Entonces valdrá mucho dinero…

– Sí, si es que en realidad es un Zorn. Pero hay más.

El siguiente cuadro tenía un tamaño mayor y un marco dorado precioso. Por la escena que representaba, Knutas podía decir sin vacilar quién era el pintor. Dos mujeres entradas en carnes, desnudas, de piel blanca y mejillas encendidas, en una playa, seguramente a orillas del lago Siljan.

– Este sí es realmente un Zorn, ¿no? -preguntó excitado mientras buscaba la firma, que encontró en la esquina inferior derecha del cuadro.

No podía creer lo que estaba viendo. Allí estaba, en un trastero diminuto de un chalé de Visby contemplando obras de uno de los pintores más conocidos de Suecia. Aquello era una locura.

Monika Wallin tenía varios cuadros más que enseñarle: uno de un caballo de Nils Kreuger; otro con unos gorriones en la nieve de Bruno Liljefors, y un tercero que representaba a dos niños que miraban un manzano con una casa al fondo. La firma rezaba C. L., Carl Larsson.

Tuvo que sentarse en un taburete en el reducido cuarto.

– ¿Tú no sabías que estos cuadros estaban aquí?

– Por supuesto que no. Nunca los hemos expuesto en la galería, tampoco los hemos comprado, ni aparecen registrados en ningún sitio.

– Son pintores muy conocidos. ¿Cuánto crees que pueden valer?

– Una verdadera fortuna -contestó con un suspiro-. En total, seguro que estamos hablando de millones de coronas.

– ¿Has revisado más cajas?

– No, pero ya no puedo más. Tendréis que continuar vosotros.

– Tenemos que hacer un registro de la casa, lo comprendes, ¿no?

Monika asintió y abrió los brazos en un gesto de resignación.


Mientras esperaban a que llegaran los refuerzos, le invitó a tomar un café. Fue entonces cuando Knutas abordó el tema espinoso. Decidió ir directo al grano.

– ¿Por qué no dijiste nada de que tenías una relación amorosa con Rolf Sandén cuando estuve aquí la última vez?

Evidentemente, ella esperaba la pregunta.

– No me pareció que fuera relevante -respondió con gesto inexpresivo.

– Todo lo que tenga que ver contigo y con Egon es relevante para nosotros. ¿Lo sabía Egon?

– No, no sabía nada -negó con un hondo suspiro-. No notaba nada de nada. Hacía tiempo que había dejado de fijarse en mí.

– ¿Cómo puedes estar tan segura?

– Lo teníamos todo convenido. Nos veíamos durante el día sólo cuando él estaba en la galería. Yo trabajo mucho en casa. No suelo estar en la galería más que los lunes.

– Por lo visto, los vecinos lo sabían…

– Eso es inevitable en una zona tan pequeña como esta. Tampoco me preocupa; de todos modos, no nos relacionamos con nadie de por aquí.

– A excepción de Rolf, claro…

– Sí, a excepción de Rolf.

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