Capítulo 62

El sábado amaneció con un sol invernal pálido e indeciso. Johan sirvió a Emma el desayuno en la cama. En la bandeja colocó una rosa roja. Comieron cruasanes calientes con mermelada de frambuesa, tomaron café y leyeron el periódico mientras Elin dormía en su cuna. Los padres de Emma llegarían a las once para quedarse con Elin y después disponían del resto del fin de semana para ellos dos solos. Habían elegido juntos los anillos; Emma se quedó prendada de uno de oro blanco con cinco diamantes. A Johan le dio un vahído cuando vio el precio, pero, qué demonios, ¿cuántas veces en la vida se prometía uno?

Estuvieron dándole vueltas a dónde y cómo se iban a intercambiar los anillos. Estaban de acuerdo en que debían hacerlo cuanto antes. Por supuesto, deseaban estar solos y liberados de llantos infantiles y cambios de pañales, aunque, por otra parte, no querían estar demasiado tiempo alejados de Elin.

Finalmente decidieron prometerse en el lugar preferido de Emma: la playa Norsta Auren, en el extremo septentrional de la isla de Fårö. Sus padres tenían allí una antigua casa de piedra de la que podían disponer para ellos solos. No contaban con la posibilidad de comer en algún restaurante, porque en Fårö no había ninguno abierto en invierno. En vez de eso, decidieron preparar algo romántico e íntimo en casa. Además, la casa estaba junto al mar y tenía una chimenea, así que era más que suficiente.

Salieron de Roma antes del almuerzo y condujeron hacia el norte. En Fårösund hubieron de tomar el ferri que cruzaba el estrecho para llegar hasta la pequeña isla. El paisaje era desolado y árido, aunque ahora, en invierno, la diferencia no se notaba tanto como en verano.

La Iglesia de Fårö se elevaba majestuosa en un alto, y la tienda Konsum estaba abierta. En el aparcamiento, Johan vio un solo coche. Se preguntó cómo podían sobrevivir los dueños en invierno. Por precaución, habían comprado todo lo necesario en Visby. No querían arriesgarse a que la pequeña tienda no tuviese solomillo, ni cigalas ni bombones belgas.

Disfrutó del paisaje mientras conducía. La capa de nieve era inusualmente espesa y los campos, con sus cercados de piedra, los molinos de viento y los prados aparecían cubiertos con un manto blanco. Aquí y allá se veían granjas edificadas con piedra para resistir las inclemencias del tiempo y el viento.

Cuando dejaron la carretera principal que atravesaba la isla de Fårö, la calzada se estrechó. Pasaron junto a la playa de Ekeviken, donde, a pesar del frío, las aves marinas cabeceaban en las crestas de las olas, y continuaron hacia Skär y Norsta Auren. En el último tramo la carretera se convirtía en un camino rural lleno de baches. La capa de nieve era aún más espesa. Fue complicado llegar hasta la casa, por más que el padre de Emma había salido a quitar la nieve por la mañana.

La casa de piedra blanca estaba completamente aislada, rodeada por un muro bajo también de piedra y el mar como único vecino. Al descender del coche les impresionó el poder de la naturaleza. Por una vez, el viento apenas soplaba.

En primer lugar bajaron hasta la playa, que tenía varios kilómetros de largo y era bastante más ancha que la mayoría de las que Johan había visto. Se prolongaba al otro lado de la punta exterior de la bahía, y ello les impedía ver desde allí el faro de Fårö, que se alzaba en el otro extremo de la bahía.

Aquel lugar era especial por varias razones. No sólo por su grandiosidad, sino también por las evocaciones que despertaba. Por allí había corrido Emma desesperadamente un par de años antes, cuando la persiguió un asesino en serie. Ambos guardaban aquel recuerdo grabado en lo más profundo de su ser. Porque Johan corrió detrás pisándole los talones. Pero el asesino llegó antes y desapareció en un coche con Emma como rehén.

Quizá ambos desearan sustituir aquellos recuerdos terribles con algo tan positivo como su compromiso matrimonial. Fuera como fuese, lo cierto era que Emma amaba aquella playa más que ningún otro lugar en el mundo.

Decidieron meter las cosas en casa, comer un poco y pasear por la orilla antes de dar el paso.

Los anillos estaban en una caja en el bolsillo de Johan. Tenía la sensación de que la caja quemaba.

Comieron una sopa caliente de pescado con gambas y albahaca fresca. Habían llevado pan crudo y lo hornearon ellos mismos en casa.

Johan se sintió extrañamente solemne, allí sentado a la gran mesa de libro de la cocina. Emma llevaba un polo y se había recogido el pelo en una cola de caballo. Se sorprendió a sí mismo pensando qué aspecto tendría cuando se hiciera mayor y al momento experimentó un intenso sentimiento de felicidad. ¿Envejecerían juntos realmente, estarían uno al lado del otro toda la vida? A veces, aquel presentimiento era tan nítido como una puerta que se abría de par en par, y él estaba allí fuera contemplándose a sí mismo a distancia.

Ahora Emma era su familia, ella y Elin. Sintió una enorme emoción.


Se abrigaron bien y dejaron no sin cierta pereza el calor de la casa para dar un paseo por la playa. Johan, con Emma de la mano y con alguna dificultad, fue avanzando en la nieve.

– Despacio -se rio ella-. Que me caigo.

– La cuestión es cómo vamos a poder intercambiarnos los anillos sin que se nos congelen los dedos. Hace un frío de mil demonios -exclamó él contento.

Ya en la orilla del mar, el frío era cortante y el viento les hacía llorar los ojos. El agua era de un gris acerado y golpeaba la orilla en rítmicas olas. Johan nunca había visto una línea del horizonte tan prolongada como aquella. El cielo y el mar se encontraban y se hacía difícil distinguir dónde empezaba uno y terminaba el otro. No había viviendas, salvo la casa de los padres de Emma. A su alrededor todo era cielo, mar y playa, ahora nevada. La playa era realmente ancha antes de elevarse para dejar paso a los prados, por encima de los cuales se extendía el típico bosque de Fårö, formado por pinos silvestres retorcidos y de escasa altura y ramas dobladas a lo largo de los años por el efecto de las tormentas. Era impresionante.

Johan gritó de felicidad directamente contra el viento:

– Amo a Emma, amo a Emma.

Sus palabras se prolongaban sobre la superficie del mar y se confundían con los chillidos de las gaviotas. Los ojos de Emma le sonreían y sentía con más fuerza que nunca que era cierto. Muy cierto. No quería esperar ni un segundo más, así que sacó la caja de los anillos y atrajo a Emma hacia sí. Con el cabello húmedo de ella en los labios, le colocó el anillo en el dedo. Ella hizo lo mismo. Y, de pronto, Emma gritó.

– Mira, Johan, ¿qué es eso?

Algo grande y gris había aparecido en la orilla del agua a poca distancia de donde ellos se encontraban. Desde lejos parecía una piedra enorme, pero ¿cómo había llegado hasta allí? A su alrededor, la playa era lisa y blanca hasta donde alcanzaba la vista.

Se acercaron con precaución. Cuando estaban a unos veinte metros, aquello empezó a moverse. Emma sacó inmediatamente la cámara. Captó una imagen en el preciso momento en que la foca gris se volvía a zambullir en el mar.

Permanecieron un rato en silencio viendo cómo desaparecía entre el oleaje.

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