Capítulo 36

Nada más volver a la comisaría, después de salir a comprarse un bocadillo para el almuerzo, Knutas oyó que Kihlgård y el grupo de la Policía Nacional ya habían llegado. La ruidosa risa de Martin Kihlgård era inconfundible. El parloteo y las sonoras carcajadas procedían de la sala de reuniones y sonaba como si estuvieran de fiesta. ¡Siempre pasaba lo mismo! Tan pronto como aparecía Kihlgård, el ambiente en la Brigada de Homicidios se animaba considerablemente.

Nadie se fijó en Knutas cuando abrió la puerta. Kihlgård estaba de espaldas y, al parecer, acababa de contar una de sus innumerables historias, puesto que todos los que estaban alrededor de la mesa se partían de risa.

– Y entonces llegó él y se lo zampó todo -continuó Kihlgård en un tono exaltado extendiendo los brazos-. ¡No dejó ni una puñetera miga!

Aquel final provocó otra salva de carcajadas que hicieron temblar las paredes. El comisario miró con frialdad en derredor y le dio a Kihlgård unos golpecitos discretos en el hombro. El gesto del otro al volverse expresaba alegría.

– Hola, Knutte, viejo amigo, ¿qué tal estás?

Knutas casi desapareció por completo en el amplio abrazo de Kihlgård y le respondió con torpeza dándole unas palmaditas en la espalda.

– Bien. Y tú parece que estás estupendamente.

– Como suele decirse, lo que pierdo en el camino lo gano al vender en la ciudad. No me puedo quejar.

Kihlgård soltó otra risotada y todos los presentes se rieron con él.

No sólo los chistes de Kihlgård incitaban a la risa, toda su presencia era cómica. Su pelo revuelto apuntaba en todas las direcciones, como si no supiera lo que era un peine. Tenía la cara ligeramente enrojecida y los ojos algo saltones. Además, normalmente llevaba suéteres de pico de colores chillones que le quedaban demasiado ajustados a su oronda barriga. Por otra parte, el que además gesticulara mucho con las manos al hablar y que se pasara prácticamente todo el día comiendo, acentuaba esa impresión de payaso. Era difícil determinar su edad; se le podía incluir perfectamente en una horquilla comprendida entre cuarenta y sesenta años. Pero Knutas sabía que el de Estocolmo tenía tres años más que él, o sea, cincuenta y cinco.

Después de saludar también a los compañeros de la Policía Nacional que habían acompañado a Kihlgård, pudo comenzar la reunión. Cuando terminó su exposición de los hechos, Knutas miró expectante a sus colegas de Estocolmo.

– Y bien, ¿qué opináis?

– Hay muchos cabos sueltos de los que tirar, eso no se puede negar -empezó Kihlgård-. Lo de los robos es sin duda interesante. Y no se trataba de unos cuadros cualesquiera. Tampoco era precisamente un pequeño comerciante.

– Cabe preguntarse cuánto tiempo llevaba dedicándose a eso y actuando como receptador. Si es que sólo hacía eso, claro -intervino Karin.

– Puede que llevara mucho tiempo en ello, aunque, en ese caso, creo que nosotros también deberíamos habernos enterado de algo -masculló Knutas preocupado.

– ¿No os parece raro que se atreviera a guardarlos en un trastero? -preguntó Wittberg-. Habría podido incendiarse, o cualquier otra cosa. Además, podían robarle a él también.

– Quizá eso sólo fuera algo provisional, por tratarse precisamente de estos cuadros. Una excepción -apuntó Norrby.

– Pero ¿por qué seguían allí, cuando había organizado todo lo demás tan meticulosamente, la mudanza y todo? -quiso saber Karin.

– Seguro que pensaba venderlos en Estocolmo -aventuró Knutas-. Lo más probable es que tuviera un contacto allí.

– ¿Tenía ordenador? -preguntó Kihlgård.

– Claro -dijo el comisario-. Tanto en casa como en la galería. Hoy hemos empezado a hacer el registro, así que se examinarán los contenidos a lo largo del día.

– La venta de la galería tiene que haber supuesto un choque tanto para su mujer como para los empleados. ¿Cómo han reaccionado? Y que encima se la haya vendido a ese tal Sixten Dahl…

– Monika Wallin parecía bastante fría ante la venta cuando hablé con ella -contestó Knutas-. Pero, claro está, puede ser sólo una pose. Habrá que seguir investigando ese tema. Además, tendremos que pedir otra vez ayuda a Estocolmo, tanto para conocer todo acerca de los posibles socios como para registrar el piso al que Wallin pensaba mudarse.

– Sí, seguro que tenía muy buenos contactos en Estocolmo -convino Kihlgård entre dientes-. ¿Su mujer no sabe nada de eso?

– Por lo que ha dicho hasta ahora, no -cortó Knutas, molesto consigo mismo por no haber pensado en ello cuando visitó a la viuda-. Tendremos que interrogarla otra vez.

– ¿Y qué hay de los asistentes a la exposición? -continuó-. ¿Tenéis una lista de las personas a las que se invitó?

– Sí, yo me he ocupado de eso -respondió Karin mientras levantaba un folio grande-. Lo he dividido de manera que en la primera columna figuran todos los que recibieron una invitación; en la segunda aparecen los invitados que asistieron realmente, y la tercera incluye el resto de los visitantes, es decir, los que los empleados recuerdan que estuvieron allí por su cuenta.

– ¿Aparece algún nombre interesante?

– Sí, ya lo creo. Un par de galeristas de Estocolmo con los cuales sabemos que Wallin mantenía relaciones comerciales: un tal Hugo Malmberg, que tiene una galería en Gamla Stan y, naturalmente, Sixten Dahl, de quien ya hemos oído hablar -precisó Karin-. A Sixten Dahl lo iban a interrogar hoy por la mañana, pero aún no nos han llamado desde Estocolmo, así que no sabemos lo que habrá dado de sí. De todos modos, el tipo es interesante, puesto que rivalizaba con Egon para ser el representante de ese pintor lituano y, además, le compró la galería de aquí, de Visby, a través de un testaferro.

– ¿Traeréis aquí a esos dos para investigarlos vosotros mismos?

Kihlgård se quedó mirando a Knutas mientras abría una bolsa de cochecitos de gominola. Todos se quedaron un momento en silencio, antes de que Knutas contestara.

– No sé, por ahora no.

– Teniendo en cuenta que Egon Wallin pensaba trasladarse a vivir a Estocolmo, y que además se dedicaba a hacer negocios con cuadros robados, parece muy interesante entrevistar a esos dos galeristas de Estocolmo que visitaron la exposición el mismo día en que Wallin fue asesinado, ¿no es así?

Kihlgård se metió un puñado de coches de gominola en la boca.

Knutas sentía que su irritación iba en aumento. ¿Acaso no se podía estar cinco minutos con Kihlgård sin que lo sacara a uno de quicio?

– Eso ya lo sopesaremos más adelante. Yo creo que por el momento lo que hemos de hacer es aguardar la respuesta de Estocolmo, para saber qué ha dado de sí el interrogatorio con Sixten Dahl, ¿no os parece?

Recogió sus papeles y se levantó para indicar que la reunión había terminado.

El comisario necesitaba aire fresco.

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