Capítulo 30

Erik Mattson salía habitualmente de su trabajo en la famosa compañía de subastas Bukowskis a las cinco y de camino hacia casa solía detenerse a tomar una copa en el restaurante Grodan, en la calle Grev Turegatan. El local acababa de abrir cuando hacía su entrada, pero no tardaba en llenarse de profesionales acomodados que residían en Östermalm y acudían a tomarse algo después del trabajo. Gente como él. Al menos, en apariencia.

Allí solía encontrarse con sus amigos más íntimos en cuanto se presentaba la ocasión. Aquella tarde, cuando llegó ya estaban Per Reutersköld, Otto Diesen y Kalle Celling, cada uno de ellos con una cerveza en la mano. Se conocían desde hacía muchos años, desde sus tiempos de bachillerato en el instituto Östra Real.

Ya habían superado los cuarenta, circunstancia que a unos se les notaba más que a otros. La diferencia era que la mayoría de sus amigos se conformaba con tomar una cerveza o dos y después se iban a casa con su familia, mientras que Erik un par de tardes a la semana iba a su apartamento sólo para darse una ducha rápida y estaba de regreso en la zona próxima a la plaza de Stureplan una hora después.

Él también tenía hijos, tres, pero estaba separado y los niños habían crecido junto a su madre. El motivo fue la adicción de Erik al alcohol y las drogas blandas. Adicción que logró mantener más o menos a raya, aunque no del todo. Tras varias recaídas cuando los niños estaban bajo su responsabilidad, perdió la custodia compartida. Lo pasó muy mal después del divorcio y cayó en una profunda depresión. Los niños eran entonces pequeños, y probablemente no advirtieron gran cosa del caos en que estaba sumido ni de la acritud que había entre sus padres.

Con el tiempo, su relación mejoró. Erik consiguió controlar su adicción lo suficiente como para que no afectara a sus hijos, y pasado un tiempo pudo pasar con ellos los fines de semana cada quince días. Esos días eran impagables. Erik quería a los pequeños y hacía todo por ellos. Casi. No fue capaz de dejar por completo la bebida. Eso era pedir demasiado. Lo mantenía, cómo él mismo decía, en un nivel aceptable.

Su trabajo lo desempeñaba a la perfección, salvo los períodos en que bebía demasiado, lo cual ocurría a intervalos regulares; su jefe acabó por aceptar que si quería conservar a Erik debía soportar que de vez en cuando, sencillamente, no apareciera. Su pericia como tasador era proverbial y contribuía aún más al buen nombre de Bukowskis, aparte de que les ahorraba dinero gracias a lo rápido que era.

Sin embargo, debido a su adicción al alcohol, nunca ascendería a conservador de arte. Un hecho que Erik había asimilado hacía ya mucho tiempo.

Era además un hombre de mundo, agradable y simpático, siempre impecablemente vestido, de verbo fácil y sonrisa picarona. Gastaba muchas bromas, pero nunca a costa de otros.

Visto desde fuera podía parecer una persona accesible, pero era un hombre de absoluta integridad y eso hacía que fuera más cerrado. Aparentaba menos años de los cuarenta y tres que contaba. Era alto, atlético y elegante. Con el cabello negro peinado hacia atrás, los ojos grandes de color gris verdoso y su rostro de rasgos finos, resultaba realmente atractivo.

A veces parecía ausente, y quienes lo conocían bien lo interpretaban como un síntoma de su afición a la bebida. Parecía un tanto indiferente a cuanto acontecía a su alrededor. Como si viviera en su propio mundo, aislado de todo lo demás.

En los círculos en que se movía, la mayoría lo sabía todo de la familia de los demás, pero Erik era la excepción. Hablaba con gusto de sus hijos, pero nunca mencionaba a sus padres ni se refería a ellos en ninguna ocasión.

No obstante, todos sabían que era hijo de un pez gordo de la industria. Algunos se preguntaban cómo podía permitirse la vida de excesos que llevaba con su sueldo de ayudante en Bukowskis, que desde luego no podía ser muy alto. Esas dudas se las aclaraban los amigos de Erik, quienes les explicaban que aunque las relaciones con sus padres eran malas, recibía una pensión mensual, lo cual le permitía gastar mucho dinero; más aún: probablemente, ya tenía la vida resuelta.

En aquel momento estaba apoyado indolentemente en la barra del bar con su traje de raya diplomática y una cerveza en la mano. Observaba distraído el local, mientras Otto Diesen hablaba de la suerte que había tenido al chocar en la pista de esquí con una preciosa morenita en el curso de un viaje de negocios a Davos. El incidente terminó en la suite de un hotel, ambos desnudos y dándose masajes en sus doloridos cuerpos. El hecho de que Otto fuera un hombre casado no tenía la menor importancia, ni para él ni para ninguno del grupo. A Erik le sorprendía a veces cómo se comportaban todos ellos cuando se veían; era como si no hubieran madurado.

Contaban las mismas viejas historias increíbles, tal como habían hecho siempre. Mientras la vida cambiaba en otros aspectos con diferentes trabajos, nueva familia y demás, cuando se veían todo seguía absolutamente igual. Era consciente de que a él aquello le venía bien. Había una especie de seguridad en eso; entre ellos no iba a cambiar nada, pasara lo que pasase. Para Erik era un consuelo, y cuando se despidieron al cabo de un rato con las habituales palmadas en el hombro y golpes en la espalda, se sentía de buen humor. Se detuvo en el bar japonés de la esquina y se llevó la cena a casa.

Vivía en el último piso de un bello edificio de la calle Karlavägen, con vistas al parque Humlegården y a la Biblioteca Real. Entró en casa y se encontró con un montón de correo sobre la alfombra de la entrada. Recogió con un suspiro la mezcla de propaganda y sobres con ventanilla, un sinfín de cuentas. Lo que sus amigos ignoraban era que sus padres le habían retirado la pensión mensual, que vivía muy por encima de sus posibilidades y que la angustia se apoderaba de él a finales de mes cuando había que pagar las cuentas.

Sin abrir una sola carta, apartó el correo a un lado y puso un disco de Maria Callas. A sus amigos les hacía mucha gracia que le gustara tanto. Después se duchó, se afeitó y se cambió de ropa. Estuvo un buen rato delante del espejo y se fijó el pelo con gomina.

Se sentía relajado y con el cuerpo algo dolorido; había visitado el gimnasio a mediodía y realizado una sesión más larga de lo habitual. La gimnasia suponía el contrapeso a su enorme consumo de alcohol. Era consciente de que bebía demasiado, pero no lo quería dejar. En alguna ocasión mezclaba el alcohol con pastillas, pero eso sólo ocurría cuando caía en alguna de sus profundas depresiones, lo cual sucedía unas pocas veces al año. En ocasiones se le pasaba en unos días y otras se prolongaba durante semanas. Se había acostumbrado a ellas y las manejaba a su manera. Lo único que realmente le molestaba cuando sufría uno de esos largos estados depresivos era que entonces prefería no ver a sus hijos. Facilitaba las cosas el hecho de que ellos ahora comprendían el problema, pues los tres eran ya mayores de edad. Emelie tenía diecinueve años; Karl, veinte y David, veintitrés. Con todo, Erik trataba de evitar a toda costa tener que reconocer delante de ellos que sufría una depresión. No quería ser una carga para sus hijos ni que se sintieran preocupados. La mayoría de las veces simulaba que no pasaba nada, sólo les decía que iba a estar de viaje o que estaba muy ocupado en el trabajo. Ellos también tenían su vida, con novios y novias, estudios, actividades y amigos. A veces pasaban semanas sin que supiera nada de sus hijos, salvo David que era con quien mantenía una relación más cercana. Quizá porque era el mayor.

Erik Mattson tenía dos existencias. Una como apreciado y reconocido colaborador de la casa de subastas Bukowskis, que incluía una vida social con amigos, fiestas elegantes y viajes, amén de su papel como padre, aunque sólo fuera esporádicamente. Su otra vida era muy distinta; secreta, oscura y destructiva. No obstante, era necesaria.


Abandonó el apartamento unas horas más tarde. Sabía de antemano que la noche iba a ser larga.

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