Capítulo 94

La búsqueda de Elin se prolongó sin interrupción por las inmediaciones del camping. Las patrullas caninas registraron todos los rincones de las instalaciones del camping: la cafetería, la tienda, el edificio de recepción y los compartimentos de las duchas y servicios. La niña no aparecía por ninguna parte, y el temor a que la hubiese matado para luego deshacerse del cuerpo, cada vez era mayor. Encontraron el coche de David Mattson, pero no había en él ninguna pista clara.

Kihlgård, que se encontraba en el lugar junto con Wittberg, contrariado, empezaba a desesperarse. Si hubiesen ocultado a Elin en el camping, tendrían que haberla encontrado a aquellas alturas.

Mientras estaba de pie mirando los apartamentos del complejo residencial que se alzaba a lo lejos, tuvo una idea. Si David Mattson confiaba en que iban a llegar a un acuerdo, podría haber dejado a la niña rehén algo alejada de allí, haberle indicado la dirección a Johan y luego desaparecer con el coche que dejara aparcado junto a la caseta de los servicios.

– ¡Acompáñame! -le gritó a Wittberg.

Su colega corrió tras él.

– ¿Adónde vamos?

– Acabo de tener una corazonada -le explicó Kihlgård-. A ver, esos pisos de allá, ¿no son en multipropiedad?

– Sí -jadeó Wittberg.

– ¿Vive alguien en ellos en invierno?

– Supongo… Contratarán las semanas que quieran disponer de ellos, e imagino que habrá quienes quieran vivir aquí todo el año.

Ascendieron por la cuesta que subía hasta el complejo residencial, maravillosamente ubicado junto al mar.

– ¿Crees que puede haberla escondido ahí? -preguntó Wittberg.

– ¿Por qué no? Si entró en Waldemarsudde, también habrá podido entrar ahí.

No vieron nada extraño en los alrededores del complejo y enseguida se unieron a ellos otros policías, que se ocuparon de la búsqueda.

Wittberg se volvió hacia Kihlgård.

– Ven, vamos a mirar por allí.

– ¿Dónde?

– Hay unas casas de verano en la cima. También puede haber buscado refugio ahí.

– Parece que está muy lejos -comentó Kihlgård indeciso-. ¿Y si fuésemos en coche?

– Tardaremos más en ir a buscar el coche que en seguir hasta el sitio donde están esas casas. Vamos, vamos ya…

Wittberg empezó a correr cuesta arriba.

– Despacio -jadeó Kihlgård, a quien le costaba seguir el paso de su joven colega.

En lo alto de la cuesta había un camino estrecho que conducía a una zona boscosa. Las casas estaban diseminadas entre los árboles. Casas sencillas, de madera y con un pequeño terreno alrededor. El lugar estaba desierto. Fueron cada uno por un lado y empezaron a buscar huellas de la presencia de otra persona aquel mismo día. Al poco rato, Wittberg gritó:

– Aquí, Martin, ¡creo que he encontrado algo!

En la orilla, próxima al camino, se alzaba una casita amarilla. En la nieve se veían las roderas recientes de un coche. Se dirigieron corriendo a la casa. Ante ella, Kihlgård gritó:

– ¡Mira, la puerta está forzada!

– Sí, joder -reconoció Wittberg excitado-. Pero ¿qué es eso?

Durante un segundo aterrador, creyeron que la mancha roja que brillaba en la nieve era sangre, pero al acercarse vieron que se trataba de un patuco.

Habían acertado. Wittberg, delante, tiró de la puerta. La entrada de la casa estaba oscura, era estrecha y dentro no se oía ningún ruido. Más tarde, cuando Wittberg narró a sus colegas lo sucedido, describió la experiencia como una pesadilla. Contó que apenas se atrevían a respirar por miedo a lo que pudieran encontrar; que recorrieron con la mirada las alfombras de jarapa, el sencillo mobiliario, los cuadros toscamente pintados, el reloj de pared parado a las cinco menos cuarto y las macetas con flores de plástico en las ventanas. Describió la sensación de frío, el ligero olor a moho y a raticida. Y que Wittberg fue quien entró primero en un pequeño dormitorio con dos camas estrechas, una a cada lado.

En una esquina, sobre una de las camas, había un cuco de un coche de bebé, de color azul marino y pegado a la pared.

Se volvió despacio y miró a su colega de más edad. Kihlgård lo miró muy tranquilo y le hizo un gesto de asentimiento con la cabeza para que siguiera adelante.

Wittberg nunca se había sentido tan pequeño y tan insignificante como entonces. Cerró los ojos por un momento; no recordaba haber sido nunca testigo de un silencio semejante.

Jamás olvidaría el instante en que se inclinó sobre el cuco. Era como si la visión de lo que allí le aguardaba fuese a cambiar su vida para siempre.

Allí estaba. Debajo de una mantita, con un gorro rojo de punto en la cabeza. Tenía los ojos cerrados, una cara que reflejaba paz. Las manitas sobresalían por encima de la manta. Wittberg se inclinó aún más para escuchar el que en aquel momento era el sonido más hermoso que podía imaginarse: la respiración acompasada de Elin.

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