Capítulo 26

Ya avanzada la tarde, el comisario obtuvo respuesta a varias cuestiones importantes. Wittberg entró en su despacho y se dejó caer en la silla que había al otro lado del escritorio. Llegó con el pelo revuelto, y le ardían las mejillas de la agitación.

– ¡Joder! Escucha. He averiguado tantas cosas que no sé por dónde coño empezar.

– Adelante…

– He localizado a Sixten Dahl, a Mattis Kalvalis y Vigor Hankas, el agente. Es cierto, viajaron juntos a Estocolmo. Durante la exposición Sixten Dahl le hizo al artista una oferta imposible de rechazar. Como aún no había firmado el contrato con Egon Wallin, aceptó acompañar a Dahl y visitar su galería el domingo, conocer a sus colaboradores e informarse de todos los detalles de la oferta. Hasta aquí, nada raro. Pero en lo referente a la venta de la galería aquí en Visby, resulta que Egon Wallin se la vendió a un tal Per Eriksson, de Estocolmo.

– Eso va lo sabíamos.

– Ya; pero lo que no sabíamos es que ese Per Eriksson es un hombre de paja. El verdadero comprador es Sixten Dahl. -Se echó hacia atrás con una sonrisa de triunfo y añadió-: Eso es la leche, ¿no te parece?

Knutas hubo de echar mano de la pipa.

– Tenemos que seguir investigando ese asunto. ¿Volverán por aquí esos dos lituanos?

– Ya están en el hotel. Pero mañana por la tarde salen para Lituania. Me he tomado la libertad de decirles que tienen que presentarse aquí mañana a las doce.

– Bien. ¿Y Sixten Dahl?

– A él lo interrogará la policía de Estocolmo mañana por la mañana.

– Buen trabajo,Thomas.

Sonó el teléfono. Era el forense, que ya le podía comunicar a Knutas el resultado preliminar de la autopsia. Cubrió el auricular con la mano y preguntó a Wittberg:

– ¿Alguna cosa más?

– De eso puedes estar seguro.

– Bien, lo trataremos luego, en la reunión. Tengo al forense al teléfono.

Wittberg desapareció.

– Empezaremos por la causa de la muerte -comenzó el forense-. Wallin fue estrangulado unas horas antes de que lo colgaran de la soga. A juzgar por las lesiones, probablemente fue agredido por la espalda y estrangulado con una cuerda cortante, de las de piano. Presenta contusiones en los brazos, restos de piel debajo de las uñas y arañazos en el cuello que indican que trató de defenderse. Al mismo tiempo, la cuerda ha penetrado profundamente en la carne de manera que…

– Gracias, ya basta; no necesito un informe tan detallado por ahora.

Se había vuelto más sensible con los años. Ya no soportaba descripciones minuciosas de las lesiones de las víctimas.

– Ah, vale. -El forense carraspeó y prosiguió con un tono de voz que parecía algo contrariado-. Por lo que se refiere al resto de las lesiones, tiene algunas heridas en la cara, un chichón en una ceja y un rasguño en la mejilla. Probablemente todo eso se lo produjo en el momento de la agresión y cuando lo arrastraron por el suelo.

– ¿Puedes concretar un poco más cuánto tiempo llevaba muerto?

– Sólo que probablemente lo asesinaron entre las doce de la noche y las cinco o las seis de la madrugada. Es todo lo que puedo decirte de momento. Ahora mismo te envío por fax el resultado.

Knutas le dio las gracias y colgó. Luego, llamó a la centralita de la Policía Nacional y pidió que le pasaran con el comisario Martin Kihlgård. La relación entre ellos no estaba exenta de fricciones, pero necesitaba ayuda de la Policía Nacional. Dado que Kihlgård era enormemente popular entre sus colegas, sería una estupidez pedírselo a otro. Sonaron varias señales antes de que Kihlgård descolgara el teléfono. Se notaba que estaba comiendo algo.

– Sí, ¿dígame? -respondió con voz pastosa.

– Hola, soy Anders Knutas, ¿qué tal?

– ¡Knutte! -exclamó encantado su colega-. Me estaba preguntando cuándo llamarías. Perdona, sólo voy a terminar de masticar lo que tengo en la boca.

Oyó a través del auricular el frenético ruido que hacía al masticar, seguido de dos buenos tragos de alguna bebida. Terminó con un ligero eructo. Knutas hizo una mueca de desagrado. El apetito desmedido de Kihlgård era algo que le ponía muy nervioso, eso y el hecho de que su colega de Estocolmo insistiera en llamarlo Knutte, pese a que le había pedido en repetidas ocasiones que no lo hiciera.

– Bueno, donde hay vida hay esperanza, aunque te agradezco que me llames porque ya empezaba a aburrirme; aquí pasan muy pocas cosas.

– Hombre, eso es bueno -afirmó Knutas con sequedad-. Vamos a necesitar ayuda.

Le explicó el caso de la forma más resumida que pudo y Kihlgård escuchó con atención; de vez en cuando asentía.

Knutas se lo podía imaginar perfectamente, sentado en su amplio despacho de la Policía Nacional en Estocolmo, balanceando su enorme corpachón en la silla y con sus largas piernas apoyadas en otra. Kihlgård medía descalzo un metro noventa y pesaba con toda seguridad bastante más de cien kilos.

– Es asombroso, cuántas cosas pasan ahí, parece el salvaje Oeste.

– Sí, me pregunto hacia dónde vamos -suspiró Knutas.

– Voy a reunir ahora mismo a algunos compañeros y lo más probable es que salgamos mañana temprano en el vuelo que mejor nos encaje.

– Bien. Nos vemos.

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