Capítulo 1

El día amaneció ya cargado.

Egon Wallin había dormido mal; se pasó la noche dando vueltas en la cama. El chalé adosado estaba junto a la playa, muy cerca de la muralla de Visby, y él había pasado despierto muchas horas con los ojos abiertos en la oscuridad mientras escuchaba el mar agitado fuera.

Su insomnio no se debía al mal tiempo. Después de aquel fin de semana se produciría un cambio radical; su vida, hasta entonces perfectamente organizada, tocaría a su fin, y sólo él sabía lo que iba a pasar. Tras madurar aquella decisión durante el último medio año, ya no había marcha atrás. El lunes siguiente, su matrimonio de veinte años habría concluido.

No era de extrañar que le costara conciliar el sueño. Monika, su esposa, dormía de espaldas a él, con el edredón enrollado alrededor del cuerpo. Ni el desasosiego de su marido ni el tiempo de perros parecían afectarle lo más mínimo. Dormía con respiración profunda y tranquila.

Cuando el reloj digital señaló las cinco y cuarto, desistió y se levantó de la cama. Salió del dormitorio de puntillas y al salir cerró la puerta con cuidado. En el espejo del cuarto de baño contempló su rostro; a pesar de que la luz era escasa, se veían claramente las ojeras bajo los ojos. Permaneció un buen rato bajo la ducha.

Ya en la cocina, se preparó un café; el ruido silbante de la cafetera se mezclaba con el bufido del viento fuera de la casa.

La tormenta encajaba a la perfección con su estado de ánimo, igualmente alterado y caótico. Tras veinticinco años al frente de la principal galería de arte de Visby, con un matrimonio estable, dos hijos independizados y una existencia rutinaria, su vida había dado un giro total. Ignoraba cómo iba a terminar.

Su decisión, irrevocable ya, llevaba un tiempo fraguándose. El cambio que había experimentado a lo largo de aquel último año era tan maravilloso como osado. No se reconocía a sí mismo, y a la vez se sentía más cerca que nunca de su verdadera personalidad. Se le encendía la sangre como a un adolescente, como si se hubiera despertado tras varios decenios de hibernación. Los aspectos nuevos que había descubierto en su interior lo tentaban y lo asustaban.

De cara al exterior, seguía actuando como de costumbre, intentaba parecer impasible. Monika no sabía nada de sus planes, aquello iba a ser una auténtica sorpresa. Y no es que le preocupara. Hacía mucho que su matrimonio había muerto. Sabía lo que quería. Ninguna otra cosa significaba nada ya.

Su determinación lo tranquilizó lo suficiente como para que pudiera sentarse en uno de los taburetes de la moderna barra de la cocina y disfrutar de su espresso macchiato doble. Abrió el periódico, buscó la página siete y contempló satisfecho el anuncio. Aparecía arriba a la derecha y se veía bien. Iría mucha gente.

Antes de iniciar su paseo hasta la ciudad, fue hasta la playa. Cada día amanecía más temprano. Ya entonces, a mediados de febrero, se notaba en el aire que se acercaba la primavera. Los cantos rodados eran típicos de las playas de Gotland, y las piedras sobresalían del agua por doquiera. Las aves marinas volaban bajo sobre la superficie del mar, entre chillidos y graznidos. Las olas ondeaban aquí y allá. El aire era frío y le hacía llorar. El horizonte gris parecía cargado de promesas. Sobre todo, si pensaba en lo que haría al terminar la tarde.

La idea lo animó y se encaminó con paso rápido hacia el centro de la cuidad, que distaba apenas un kilómetro.

Dentro de la zona amurallada, el viento se calmó un poco. Las estrechas calles aparecían vacías y silenciosas. Un sábado a esa hora tan temprana, apenas se veía un alma. Arriba, en la Plaza Mayor, el centro de la cuidad, observó la primera señal de vida: una furgoneta de reparto entregaba el pan en el supermercado ICA Torgkassen. La puerta trasera por donde se recibían los pedidos estaba abierta y se oía ruido dentro.

Conforme se acercaba a la galería se le formó un nudo en el estómago. El lunes iba a abandonar el lugar al que había dedicado toda su vida profesional. Se había dejado allí el alma, y eran incalculables las horas de trabajo que había pasado allí.

Permaneció un rato en la calle contemplando la fachada. Los modernos ventanales se abrían a la plaza y a las ruinas de la iglesia de Sankta Karin, del siglo xiii. El edificio, construido en la Edad Media, conservaba en su interior una bóveda y pasadizos subterráneos de la época. Respetando ese marco histórico, había decorado la galería con un estilo moderno y sobrio, con colores claros y algunos pequeños detalles que le daban un toque original. Los visitantes solían elogiar la admirable combinación de elementos antiguos y modernos.

Abrió la puerta del local, entró en la oficina y colgó el abrigo. Aquel no sólo era un fin de semana decisivo desde un punto de vista personal, sino que, además, coincidía con la inauguración de la primera exposición de la temporada, que para él sería también la última. Al menos aquí, en Visby. La venta de la galería superó todos los trámites legales y el nuevo propietario había firmado el contrato. Todo estaba listo. En Gotland, la única persona enterada de la venta era él.

Observó la sala. Los cuadros estaban colgados donde debían. Enderezó uno que había quedado algo torcido. Las invitaciones se habían enviado con varias semanas de antelación, y el interés despertado hacía suponer que acudiría mucha gente.

Pronto llegaría la empresa de catering con los canapés. Examinó por última vez la colocación de los cuadros y su iluminación, aspecto en el que era particularmente puntilloso. Las pinturas, dispuestas con sumo cuidado, resultaban llamativas, explosivas, con colores intensos. Expresionistas y abstractas, rebosantes de energía y de vitalidad. Algunas eran atroces y violentas, tan negras que ponían los pelos de punta. Mattis Kalvalis, el artista, era un joven lituano desconocido en Suecia hasta entonces. Con anterioridad, sólo había expuesto en los países bálticos. A Egon Wallin le gustaba apostar a ciegas por nuevos valores, por artistas jóvenes que tenían todo el futuro por delante.

Se acercó a la ventana para colocar allí el retrato en blanco y negro de Mattis Kalvalis.

Cuando alzó la vista y miró fuera, a la calle, vio a un hombre algo alejado que lo observaba fijamente.Vestía una cazadora negra, acolchada y ancha, y se tocaba con un gorro de punto calado hasta las orejas. Lo más sorprendente es que llevaba unas enormes gafas de sol negras en pleno invierno. Un día en que ni siquiera lucía el sol.

La pareció extraño que permaneciese allí de pie, inmóvil. Tal vez estuviera esperando a alguien.

El galerista continuó con sus tareas. La radio local emitía peticiones del oyente, y en aquel momento sonaba una canción de Lill-Babs, o Barbro Svensson, como a él le gustaba llamarla. Esbozó una sonrisa al modificar la posición de uno de los cuadros de contenido más violentos, con un tema casi pornográfico. Menudo contraste con la melodía de la radio: ¿Sigues enamorado de mí, Klas-Göran?

Cuando se volvió y miró de nuevo a la calle, se sobresaltó. El hombre al que había visto a lo lejos se había mudado de sitio. Ahora se encontraba delante del ventanal, con la nariz casi pegada al cristal. El desconocido lo miró fijamente a los ojos, pero no hizo ningún gesto de saludo.

Egon se echó instintivamente hacia atrás y, angustiado, empezó a buscar algo en lo que entretenerse. Hizo como si estuviese colocando las copas de vino que habían dejado preparadas la tarde anterior. Los platos para los canapés los facultaría la empresa de catering.

La canción de Klas-Göran había terminado, y ahora era Magnus Uggla quien entonaba una vociferante canción de los años ochenta.

Vio por el rabillo del ojo que el hombre misterioso seguía en el mismo sitio. Una sensación de desagrado se fue apoderando de él. ¿Sería algún paciente del psiquiátrico de Sankt Olof? No iba a perder los nervios por aquel idiota. Pronto se irá, pensó. Si no me ve, se cansará. La puerta estaba cerrada, de eso estaba seguro. La galería no abriría hasta la una, puesto que aquel día se inauguraba la exposición.

Subió la escalera que conducía a la oficina del piso superior, entró y cerró la puerta. Se sentó y tomó unos papeles, pero no consiguió quitarse de encima la preocupación. Tenía que hacer algo. Abordar al hombre de la calle. Enterarse de lo que quería.

Enojado porque lo hubieran molestado, se incorporó y bajó a toda prisa la escalera…, sólo para descubrir que el tipo se había largado.

Con un suspiro de alivio, volvió a sus ocupaciones.

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