Por primera vez en la historia del museo, alguien había escalado hasta él por la noche y cuando su director, Per-Erik Sommer, llegó allí a las tres de la madrugada del domingo, se sintió como si alguien hubiera pisoteado la sala de estar de su propia casa. Era el director y conservador jefe del museo desde hacía quince años, y Waldemarsudde era su segunda casa y la niña de sus ojos. Nunca habría imaginado que un simple ladrón pudiera entrar por la noche. El dispositivo de seguridad era excelente. Estocolmo había sufrido en los últimos años algunas sustracciones de cuadros muy llamativas. Una en el Museo Nacional, un robo a mano armada cuando el museo estaba abierto al público, y otro al más puro estilo Rififí en el Museo de Arte Moderno, al cual los ladrones accedieron por el tejado. Sin duda, esos sucesos influyeron para que otros museos de la ciudad revisaran y mejorasen sus medidas de seguridad. En Waldemarsudde se habían invertido millones para proteger la casa del príncipe y su enorme colección de pintura.
La policía se encontraba allí, con los perros, cuando llegó; ya habían acordonado y registrado la zona. Lo recibió junto a la entrada principal el comisario Kurt Fogestam, que dirigía la operación. El policía le mostró por dónde habían entrado. Tantas medidas de seguridad y resulta que habían entrado sin más a través de los tubos de ventilación. Per-Erik Sommer meneaba la cabeza.
Entraron para averiguar qué se había llevado.
Los salones estaban ahora perfectamente iluminados y empezaron por la biblioteca. Allí no faltaba nada, como tampoco en la Sala de las Flores. Per-Erik respiró aliviado cuando comprobó que la sala de estar también estaba intacta. Allí colgaba, entre otros, el retrato que pintó Anders Zorn de la madre del príncipe, la reina Sofía, con quien el noble había mantenido una estrecha relación. Habría supuesto una catástrofe su desaparición. El otro cuadro particularmente valioso, El hombre del agua, de Ernst Josephson, estaba adherido en la pared y, por fortuna, era imposible de robar.
Entonces descubrió lo que faltaba. Dado que aquella pintura, por su tamaño, dominaba todo el comedor, la sensación de desnudez resultaba abrumadora ahora que ya no estaba allí colgada: El dandi moribundo había desaparecido. Cortado, el marco abría las fauces vacías y trágicas como un mudo testigo de lo ocurrido.
Quiso sentarse, pero el comisario se lo impidió por temor a que pudiera destruir alguna prueba. Se quedó casi inconsciente del disgusto, pero se volvió para ver si faltaba algo más.
Entonces descubrió un objeto en el que no había reparado al principio.
En una mesa delante del marco había una pequeña escultura. Era algo que no pertenecía a la casa del príncipe Eugenio. Ni siquiera la reconoció. Se inclinó despacio hacia delante.
– ¿Qué es eso? -preguntó Kurt Fogestam.
– No pertenece a la colección -contestó.
Alargó la mano para asirla, pero el comisario se lo impidió.
– ¿Qué está diciendo?
– Que esta estatuilla no pertenece al museo. Debe de haberla colocado ahí el ladrón.
Ambos contemplaron estupefactos la estatuilla esculpida en piedra. Se trataba de un torso, un busto desnudo con el cuello largo y la cabeza vuelta hacia un lado y algo inclinada hacia atrás. El rostro estaba tallado con sencillez, tenía los ojos y los labios cerrados, y una expresión un tanto melancólica, de añoranza. Era difícil determinar si representaba a un hombre o una mujer. Sus rasgos andróginos encajaban a la perfección con los del cuadro robado.
– ¿Qué diablos significa esto?
Per-Erik Sommer no obtuvo respuesta. Que los ladrones robaran era una cosa, pero jamás había oído hablar de ningún ladrón que dejase una obra de arte en el lugar de la fechoría.