Capítulo 49

La noche era oscura y fría. Cuando torció con el coche por la calle Valhallavägen no vio a nadie. La temperatura era de doce grados bajo cero. Aparcó en un lugar vacío delante de la tienda 7-Eleven, casi al final de la calle, cerca de Gärdet. El coche estaba lo bastante alejado como para que lo pudieran relacionar con el lugar del crimen, en el caso de que alguien, contra todo pronóstico, observara que había dejado el coche allí.

Llevaba en el maletero una mochila ligera y perfectamente equipada. Se colgó la correa con el tubo de cartón al hombro para poder mover los brazos con libertad. Cruzó presuroso la calle y eligió el camino peatonal que bordeaba Gärdet para, en la medida de lo posible, evitar ser visto.

Junto al hotel-restaurante Källhagen, atravesó un aparcamiento y continuó hacia abajo por la parte posterior en dirección al canal de Djurgårdsbrunn. Un poco más allá vio el impresionante edificio blanco del Museo Histórico Marino, con la fachada iluminada, como cada noche. A su alrededor estaba todo silencioso y solitario. Al otro lado, las colinas del Skansen se recortaban contra el oscuro cielo nocturno. Más allá se veía el resplandor de las luces de la ciudad. Qué lejano le parecía el centro de la población, aunque sólo se encontraba a un kilómetro.

Abajo, junto al muelle, se puso los patines. La débil capa de nieve que cubría el hielo había desaparecido con el viento y se podía patinar bien. Los últimos días había hecho varías veces aquel recorrido a modo de prueba, y funcionaba bien si uno se mantenía cerca de la orilla.

Era excepcional que se pudiera llegar hasta allí patinando, pues o el hielo era muy fino e irregular, o bien el manto de nieve era demasiado grueso. Pero en aquel preciso momento era posible; y el modo de desplazarse, perfecto. Nadie vería ni oiría nada.

El hielo restallaba y crujía bajo sus pies cuando se puso en marcha. Primero tenía que recorrer el tramo del canal. Se fue deslizando a buena velocidad hasta doblar el cabo de Biskopsudden cerca del museo Thielska Galleriet.

Entonces vio ante sí el hielo como una superficie reluciente. Esperaba que resistiera su peso. Más allá, en la ruta marítima que conducía a la bocana de Estocolmo, había un paso abierto en el hielo por donde pasaban los barcos en invierno.

El muelle del cabo de Waldemarsudde estaba a oscuras. Lo cruzó y no se detuvo hasta encontrarse justo debajo del palacio. Estaba oscuro como la boca del lobo y tenía los dedos entumecidos por el frío. Se quitó deprisa los patines y los dejó sobre el hielo. Tomó la mochila y ascendió con sigilo hacia el edificio que se alzaba majestuoso en la cima. Por fortuna no había otras casas en los alrededores, y el vecino más cercano no tenía vistas a aquella parte del palacio que daba al agua.

No había ninguna luz en las ventanas. Él vestía ropa negra y se cubría la cabeza con el gorro de punto. La mochila contenía todas las herramientas necesarias. Nada podía detenerlo ahora.

A través de la escalera de incendios de la parte trasera, trepó hasta un pequeño voladizo y desde allí, hasta el tejado que vertía al mar. Fácilmente encontró la trampilla de acceso al conducto de ventilación.

Consultando antiguos planos de Waldemarsudde había comprobado que ese tubo de ventilación bajaba directamente hasta un cuarto trastero que había al lado del vestíbulo.

Abrió la trampilla y descendió por el angosto tubo haciendo presión con las rodillas y los codos contra las paredes. Unos minutos después estaba abajo, junto a la rejilla; la desatornilló en un segundo y ya estaba dentro.

Al otro lado existía un cuarto estrecho y oscuro carente de ventanas. El haz de luz de la linterna le permitió localizar la puerta. Se detuvo con la mano en el tirador y vaciló un momento.

En cuanto abriese aquella puerta, casi con toda seguridad saltaría la alarma, y se preparó mentalmente para soportar el ruido. Luego estaba el tema de cuánto tiempo tardaría la policía en llegar hasta Waldemarsudde. Como el museo estaba en la zona más alejada de Djurgården, calculó que tardaría como mínimo diez minutos en llegar, a no ser que alguna patrulla se encontrara cerca por pura casualidad, lo cual supondría el colmo de la mala suerte.

Había calculado que realizar la operación le costaría seis o siete minutos, y ello le daba un cierto margen. Empujó el tirador hacia abajo lentamente y abrió la puerta.

El ruido era atronador y retumbaba por todas partes. Parecía como si le fueran a estallar los tímpanos. A la carrera, cruzó varias salas a oscuras hasta llegar al salón donde colgaba el cuadro que iba buscando. Lo guió la luz de la luna que penetraba a través de los altos ventanales.

El cuadro era de mayor tamaño de lo que había pensado y la escena, en aquella oscuridad, parecía fantasmal. Se esforzó en mantener la concentración, por más que el estruendo estaba a punto de volverlo loco. Sacó de la mochila una escalera plegable que crujió cuando se subió a ella, y por un instante temió que fuera a partirse.

El cuadro era tan grande que la única manera de descolgarlo era cortar la tela. Situó el cúter en una esquina y lo deslizó por el borde con todo el cuidado que pudo; salvó la parte superior sin tropiezos y continuó hasta que la tela cayó al suelo. Enrolló rápidamente la pintura y la introdujo en el tubo de cartón que llevaba al efecto. Apenas cabía.

Le quedaba algo por hacer antes de finalizar. Echó una ojeada al reloj y vio que hasta entonces había empleado cuatro minutos. Le quedaban, como mucho, tres. Rebuscó en la mochila y extrajo el objeto con el que remataría su labor. Lo colocó sobre la mesa que había ante el marco vacío.

Retrocedió corriendo y cruzó de nuevo las salas. Habría sido fácil salir por alguna de las ventanas de no haber estado reforzadas con acero y provistas de cristales antibalas. Imposibles de forzar, a no ser que se dispusiera de un buldócer.

Estaba obligado a volver por el mismo camino, a través del conducto de ventilación. El tubo de cartón con la pintura lo llevaba colgado a la espalda. Cuando ya estuvo fuera, en el tejado, se detuvo y tomó aire. Miró en todas direcciones y no detectó nada, ni personas ni coches de la policía.

Con paso decidido y con el corazón batiendo en el pecho, saltó al suelo, dobló a toda prisa la esquina de la parte posterior de la casa y bajó entre traspiés las empinadas escaleras que conducían hasta el hielo. Se ató los cordones de los patines con dedos torpes. Cuando inició la marcha estuvo a punto de caerse, pero recuperó el equilibrio y desapareció tan rápido como pudo, con pasos largos y rítmicos.

A lo lejos se oía el ulular de las sirenas de la policía; el sonido se acercaba. Cuando estuvo de vuelta en el canal, vio que los coches policiales cruzaban a toda velocidad el puente de Djurgårdsbron en dirección a Waldemarsudde.

Oyó su propio resuello; le dolía el pecho a causa del frío y el esfuerzo. Al mismo tiempo, había en su interior un sentimiento de satisfacción. Por fin se iba a saldar la deuda. La pintura iba camino de su legítimo dueño. Ese convencimiento le infundió tranquilidad.

Sus huellas se perderían junto a las piedras que había debajo del palacio. Esta vez tampoco le echarían el guante.

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