Capítulo 39

Cuando los componentes de la Brigada de Homicidios se reunieron el miércoles por la mañana, continuaban siendo muy pocas las personas que se habían puesto en contacto con la policía, a pesar de todos los llamamientos efectuados a través de los medios de comunicación.

– ¿Cómo puede ser que asesinen a alguien y lo cuelguen en la muralla de Visby a la vista de todos sin que nadie haya visto nada?

Knutas se vio interrumpido por un estornudo que salpicó la mitad de la mesa. Llevaba ya varías semanas con un resfriado que no acababa de quitarse de encima.

Se disculpó inmediatamente y limpió la mesa con un pañuelo que sacó del bolsillo.

– Si supiéramos al menos dónde se cometió el asesinato… -suspiró Karin.

– Pronto lo averiguaremos -la tranquilizó Norrby-. De todos modos, puedo deciros que hemos comprobado la dirección de Estocolmo a la cual Egon Wallin había pensado mudarse, o sea, la calle Artillerigatan 38. Resulta que compró el piso hace dos meses, concretamente el 17 de noviembre. Ha sido recientemente reformado, tiene dos dormitorios y una sala de estar. Estaba casi totalmente amueblado. Los muebles, el televisor y el equipo de música son nuevos. La cocina está equipada con vajilla y enseres domésticos. Compró el piso a través de un anuncio y pagó por él 4,2 millones de coronas.

Wittberg lanzó un silbido.

– ¡Joder, qué caro! ¿Tanto dinero tenía?

– Cierto que en Östermalm los pisos son caros, pero éste, además, hace esquina con dos calles, un quinto con balcón, y no se trata de un apartamento pequeño: tiene ciento cinco metros cuadrados.

Norrby hizo una pausa escénica y se pasó la mano por el cabello.

– Y respondiendo a tu pregunta, sí, tenía dinero. Acababa de vender la galería. Pagaría con esa pasta. Además, era titular de bastantes acciones y bonos del Estado.

– ¿Seguro de vida? -preguntó Karin.

– Sí, por tres millones. En caso de muerte, el montante del seguro recae en su esposa.

– ¡Vaya! -exclamó Kihlgård retrepándose en la silla y cruzando las manos sobre la barriga-. Entonces ya tenemos otro motivo. Quizá deberíamos interrogar otra vez a Monika Wallin. Es evidente que hubo muchas lagunas en los dos interrogatorios anteriores.

Miró fugazmente a Knutas, que se revolvía molesto en su silla.

– Tenía un amante y la muerte del marido la hace rica. Dos motivos clásicos para asesinar.

– ¿Y a los hijos? -intervino Karin-. ¿Qué les quedará a los hijos?

– Parece que heredarán bastante. No te puedo decir ahora cuánto exactamente, pero seguro que Egon Wallin valía bastantes millones -respondió Norrby-. La mujer y los hijos se reparten los bienes a partes iguales, así que les va a quedar un buen pellizco a todos.

– Ahí tenemos a tres que tienen buenos motivos -resumió Karin-. A los hijos no los hemos interrogado aún. Por lo que se refiere a Rolf Sandén, el amante, tenía tanto el móvil como la fuerza física. Por desgracia, tiene coartada para la noche del crimen. Esa noche estuvo en Slite en casa de un amigo y se quedó allí a dormir. El amigo ha confirmado que estuvieron juntos toda la noche.

– Por mi parte, he investigado un poco a los que tenían contacto con Egon Wallin en Estocolmo -intervino Kihlgård-. Primero a ese tal Sixten Dahl al que, sin saberlo, vendió la galería. El tipo no dijo nada que llamara la atención en el interrogatorio que le hicieron en Estocolmo. Él también tenía coartada la noche del asesinato. Al parecer compartía habitación con un buen amigo de Estocolmo y pasaron juntos toda la tarde y la noche. No están liados -se apresuró a aclarar-. Ya se lo hemos preguntado. Resulta que el hotel estaba completo y no pudieron reservar una habitación para cada uno. Se celebraban al mismo tiempo unas conferencias sobre la colaboración en la región del Báltico, y…

– Ah, sí -terció Karin-. Lo del gasoducto entre Alemania y Rusia que irá por el fondo del mar cerca de aquí.

– Sí, eso -asintió Kihlgård-. Y la declaración de Dahl la confirman tanto el personal del restaurante Donners Brunn como la recepcionista del hotel. Volvieron antes de las once y subieron directamente a la habitación.

– Lo cual no implica que no volvieran a salir -señaló Karin.

– Y el hecho de que cenaran en el mismo restaurante que Egon Wallin y los demás no parece sino una curiosa coincidencia -puntualizó Wittberg.

– Sí, porque hay que tener en cuenta que no hay tantos sitios donde elegir y que ese restaurante es el más próximo al hotel -agregó Knutas.

– Tendremos que volver sobre este tema -propuso Kihlgård-. Ah, bueno, se me olvidaba: Sixten Dahl se trasladará provisionalmente a vivir aquí durante medio año para poner en marcha el negocio; lo acompañará su mujer. Sí, sí, ya sé que en realidad no tiene nada que ver con esto -dijo entre dientes mientras seguía hojeando sus papeles como sí estuviera buscando algo. De repente se le iluminó la cara-. Sí, aquí está.

Se puso con calma las gafas y, antes de continuar, mojó un bollo de canela en el café y le dio un bocado. Todos aguardaron pacientes mientras se limpiaba las migas de la boca.

– Egon Wallin entró como copropietario en una galería de Gamla Stan en Estocolmo. Dicha galería es propiedad de cuatro personas, y él iba a ser el quinto socio.

– ¿Quiénes son los otros? -preguntó Knutas, que había olvidado su resentimiento por el puyazo de Kihlgård.

– Tengo aquí una lista con los nombres.

Se caló bien las gafas y leyó los nombres de la lista.

– Katarina Ljungberg, Ingrid Jönsson, Hugo Malmberg y Peter Melander.

– Ese Hugo Malmberg me suena -dijo Karin-. Me pregunto si no estaria también en la exposición.

Buscó en las listas que tenía ante ella encima de la mesa.

– ¡Huy, ya lo creo! -exclamó satisfecha-. Lo han interrogado en Estocolmo. Alguien llamado Stenström.

– Qué interesante, vamos a ocuparnos de ese asunto inmediatamente -decidió Knutas-. ¿En qué punto se encontraba la operación?

– Ya estaba cerrada -respondió Kihlgård-. Wallm ya había pagado todo, y parece que no hay ninguna cosa rara.

– Tendremos que hablar con ese Malmberg cuanto antes -insistió el comisario-. A los demás habrá que tenerlos controlados. Me pregunto si no estará también alguno de ellos involucrado en la venta de cuadros robados.

– Además, ahí podemos tener también otro posible motivo -apuntó Wittberg pensativo-. Tal vez a alguno de los otros socios no le gustara que Egon Wallin entrase en el negocio.

– Pero ¿cómo iba a llegar al extremo de asesinarlo por una cosa así? No, no.

Norrby negó con la cabeza.

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