Capítulo 59

Karin le sostuvo la mirada a su jefe, al otro lado de la mesa, y pronunció las palabras que él habría preferido no tener que oír.

– Me voy, Anders.

La frase le daba vueltas en la cabeza. Su significado no calaba en su mente, sino que rebotaba hacia fuera, lejos, muy lejos.

El comisario bajó muy despacio el tenedor, en el cual había pinchado un buen trozo de merluza cocida con salsa holandesa.

– ¿Qué dices? No lo dirás en serio, ¿verdad?

Echó una mirada al reloj de la pared como si quisiera documentar el instante en que su colaboradora más cercana le informaba de que iba a abandonarlo.

Karin miró comprensiva a Knutas.

– Sí, Anders, lo digo en serio. Me han ofrecido un puesto en Estocolmo. En el Departamento de la Policía Nacional.

– ¿Qué?

El tenedor bien cargado permanecía aún suspendido en el aire en su camino de vuelta al plato. Como si el brazo se le hubiese quedado inmovilizado, paralizado, en razón de cuanto había de terrible en lo que Karin acababa de decirle. Ella bajó la mirada y empezó a remover la comida. Al hombre le pareció de repente que todo el comedor apestaba a salsa holandesa; el olor le hizo sentir náuseas.

– De hecho, es el jefe de Kihlgård quien me ha ofrecido el puesto. Voy a trabajar en el grupo de Martin. Eso supone un aliciente para mí, Anders, tienes que comprenderlo. No tengo nada que me retenga aquí.

Knutas la miró estupefacto. Las palabras retumbaban en sus oídos, Martin Kihlgård de nuevo. Lógicamente, era él quien estaba detrás de la propuesta. En el fondo, nunca se había fiado de su cordialidad. Una serpiente, eso era. Resbaladizo y desleal detrás de aquella fachada inofensiva.

Entre Karin y Kihlgård hubo una química especial desde el primer momento y eso a él siempre le molestó, aunque nunca lo reconocería en voz alta.

– ¿Y nosotros dos, entonces?

Karin suspiró.

– Pero Anders, por favor, que no somos pareja. Trabajamos muy bien juntos, pero yo quiero probar algo nuevo. Además, me he cansado de estar en esta isla y enmohecer. Cierto que me encuentro a gusto aquí en el trabajo, contigo y con los demás, pero en otros aspectos mi vida está estancada. Pronto cumpliré cuarenta años, y quiero realizarme, tanto en mi profesión como en mi vida personal.

Observó que había unas manchas rojas en el cuello de Karin, una señal inequívoca de que estaba enojada o que la situación le resultaba desagradable.

Permanecieron en silencio. Knutas no sabía qué decir. Miraba con estupor a la mujercita de ojos negros que tenía al otro lado de la mesa. Ella suspiró y se levantó.

– De todos modos, ya lo tengo decidido.

– Pero…

No le dio tiempo a decir nada más. Ella alzó su bandeja y se marchó.

Se quedó sentado a la mesa solo, con la mirada perdida en el gris aparcamiento cubierto por la nevada al otro lado de la ventana. Sintió, para su irritación, que se le saltaban las lágrimas. Enseguida miró con disimulo en derredor. El comedor estaba a rebosar de colegas que comían, charlaban y reían.

No sabía cómo iba a arreglárselas en adelante sin Karin. Ella era su válvula de escape. Aunque su relación pudiera considerarse en cierto modo unilateral, le aportaba muchísimo. Al mismo tiempo, la comprendía perfectamente. Estaba claro que también quería oportunidades de progresar en su trabajo, conocer a alguien y formar una familia. Como todos los demás.

Volvió a su despacho desolado, cerró la puerta, buscó la pipa en el cajón de arriba del escritorio y empezó a cargarla, pero esta vez no se contentó sólo con chupar sin encenderla como solía hacer, sino que abrió la ventana, se colocó en plena corriente y la encendió. ¿Lo diría realmente en serio? ¿Dónde se iba a alojar? Kihlgård y ella se llevaban francamente bien, pero, a la larga, ¿podría soportarlo Karin, con su constante glotonería? Cierto que era divertido, en dosis adecuadas, pero ¿todos los días…?

Sólo de pensarlo lo asaltó una terrible sospecha. ¿Qué tal estaba él en cuanto a simpatía? Mientras Karin cargaba con el trabajo, a él le parecía que tenían una relación profesional estupenda; le gustaba aquella mujer, su viveza y su temperamento, que muchas veces se manifestaba de manera sorprendente. Karin le alegraba la existencia, lo hacía sentirse vivo en el trabajo; le subía la autoestima, eso sin duda. Pero si uno daba la vuelta a la tortilla, ¿quién creía que era él, Knutas, para ella? Él, con sus lamentaciones y suspiros por los recortes en el cuerpo de policía? Rebuscó en su memoria y se examinó con lupa a sí mismo. En realidad, ¿qué le aportaba él a Karin? ¿Qué obtenía de él? No mucho, la verdad.

La cuestión era si no sería ya demasiado tarde para hacer algo al respecto. Karin aún no había presentado su solicitud de traslado; quizá había pensado pedir un día libre, para probar. Al fin y al cabo, tenía a sus padres y a sus amigos en Gotland; ¿cómo se sentiría en la Península y en la gran ciudad? El pánico se apoderó del comisario sólo de pensar en trabajar todos los días sin ella.

Tenía que idear algo. Lo que fuera.

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