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Espaciada, una luciérnaga va sucediéndose a sí misma. En torno, oscuro, el campo es una gran falta de ruido que huele casi bien. La paz de todo duele y pesa. Un tedio informe me ahoga.

Pocas veces voy al campo, casi ningunas paso allí un día, o de un día para otro. Pero hoy, que este amigo, en cuya casa estoy, no me ha dejado no aceptar su invitación, he venido aquí lleno de embarazo -como un tímido a una fiesta grande-, he llegado aquí con alegría, me ha gustado el aire y el paisaje amplio, he comido y cenado bien, y ahora, noche honda, en mi cuarto sin luz, el lugar vago me llena de angustia.

La ventana del cuarto donde voy a dormir da al campo abierto, a un campo indefinido, que es todos los campos, a la gran noche vagamente constelada donde una brisa que no se oye se siente. Sentado junto a la ventana, contemplo con los sentidos toda esta cosa ninguna de la vida universal que está ahí fuera. La hora se armoniza en una sensación inquieta, desde la invisibilidad visible de todo hasta la madera vagamente rugosa por haber estallado la pintura vieja del antepecho blanqueante, donde está extendidamente apoyada de lado mi mano izquierda.

¡Cuántas veces, a pesar de todo, no ansío visualmente esta paz de la que casi huiría ahora, si fuese fácil o decente! ¡Cuántas veces juzgo creer -allá abajo, entre las calles estrechas de casas altas- que la paz, la prosa, lo definitivo estarían antes aquí, entre las cosas naturales, que allí donde el tapete de la civilización hace olvidar el pino ya pintado en que se asienta! Y ahora, aquí, sintiéndome saludable, cansado y bien, estoy intranquilo, estoy preso, estoy añorante.

No sé si es a mí a quien le sucede, si a todos los que la civilización hizo nacer por segunda vez. Pero me parece que para mí, o para los que sienten como yo, lo artificial ha pasado a ser lo natural, y es lo natural lo que es extraño. No digo bien: lo artificial no ha pasado a ser lo natural; lo natural ha pasado a ser lo diferente. Prescindo de ellos y detesto los vehículos, prescindo de ellos y detesto los productos de la ciencia -teléfonos, telégrafos- que hacen la vida fácil, o los subproductos de la fantasía -gramófonos, receptores hertzianos- que, a los que divierten, se la hacen divertida

Nada de esto me interesa, nada de esto deseo. Pero amo al Tajo porque hay una ciudad grande a su orilla. Disfruto del cielo porque lo veo desde un cuarto piso de una calle de la Baja. Nada el campo o la naturaleza me puede dar que valga la majestad irregular de la ciudad tranquila, bajo la luna, vista desde la Gracia o desde San Pedro de Alcántara. No hay para mí flores como, bajo el sol, el colorido variadísimo de Lisboa.

La belleza de un cuerpo desnudo sólo la sienten las razas vestidas. El pudor vale sobre todo para la sensualidad como el obstáculo para la energía.

La artificialidad es la manera de disfrutar la naturalidad. Lo que he disfrutado de estos campos vastos, lo he disfrutado porque no vivo aquí. No siente la libertad quien nunca se ha visto oprimido.

La civilización es una educación de naturaleza. Lo artificial es un camino para una aproximación a lo natural.

Lo que es preciso, sin embargo, es que nunca tomemos lo artificial por natural.

Es en la armonía entre lo natural y lo artificial en lo que consiste la naturalidad del alma humana superior.

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