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No son las vulgares paredes de mi cuarto vulgar, ni los escritorios viejos de la oficina ajena, ni la pobreza de las calles intermedias de la Baja [202] habitual, tantas veces recorridas por mí que ya me parecen haber usurpado la fijeza de la irreparabilidad, las que producen en mi espíritu la náusea, frecuente en él, de la cotidianeidad insultante de la vida. Son las personas que habitualmente me rodean, son las almas que, desconociéndome, me conocen todos los días con la convivencia y el habla, las que me ponen en la garganta del espíritu el nudo de saliva del disgusto físico. Es la sordidez monótona de su vida, paralela a la exterioridad de la mía, es su conciencia íntima de ser mis semejantes, la que me pone el uniforme de condenado, me proporciona la celda de presidiario, me instituye [203] apócrifo y mendigo.

Hay momentos en que cada detalle de lo vulgar me interesa en su existencia propia, y tengo por todo la inclinación de saber leerlo todo claramente. Entonces veo -como Vieira dijo que describía Sousa [204] – lo común con singularidad, y soy poeta con aquella alma con que la crítica de los griegos creó la edad intelectual de la poesía. Pero también hay momentos, y éste que me oprime ahora es uno de ellos, en que me siento a mí mismo más que a las cosas exteriores, y todo se me convierte en una noche e lluvia y barro, perdida en la soledad de un apeadero de desviación, entre dos trenes de tercera.

Sí, mi virtud íntima de ser frecuentemente objetivo, y extraviarme así de pensarme, sufre, como todas las virtudes, e incluso como todos los vicios, menguas de afirmación. Entonces, me pregunto a mí mismo cómo es posible que me sobreviva, cómo es posible que ose tener la cobardía de estar aquí, entre esta gente, con esta igualdad exacta respecto a ellos, con esta conformidad verdadera con la ilusión de basura de todos ellos. Se me representan con un brillo de faro distante todas las soluciones con que la imaginación es mujer: el suicidio, la fuga, la renuncia, los grandes gestos de la aristocracia de la individualidad, el capa y espada de las existencias sin escenario.

Pero la Julieta ideal de la realidad ha cerrado sobre el Romeo ficticio de mi sangre la ventana alta de la entrevista literaria. Ella obedece a su padre; él obedece al suyo. Continúa la riña de los Montescos y de los Capuletos; cae el telón sobre lo que no ha sucedido; y yo arreglo la casa -aquel cuarto en el que es sórdida el ama de casa que no está allí, los hijos que raras veces veo, la gente de la oficina a la que sólo veré mañana- con el cuello de una chaqueta de empleado de comercio levantado sobre el pescuezo de un poeta, con las botas compradas siempre en la misma tienda evitando inconscientemente los charcos de lluvia fría, y un poco preocupado, mezcladamente, de haberme olvidado siempre del paraguas y de la dignidad del alma.


5-2-1930.

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