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Hoy, como me oprimiese la sensación del cuerpo aquella angustia antigua que a veces rebosa, no he comido bien, ni he bebido lo de siempre, en el restaurante, o casa de comidas, en cuyo entresuelo fundamento la continuidad de mi existencia. Y como al salir yo [148], el camarero comprobase que la botella de vino había quedado mediada, se volvió hacia mí y dijo: «hasta luego, Sr. Soares, que se mejore».

Al toque de clarín de esta frase sencilla mi alma se alivió como si en un cielo de nubes las apartase de repente el viento. Y entonces reconocí lo que nunca había reconocido claramente: que en estos camareros de café o restaurante, en los barberos, en los mozos de cuerda de las esquinas, yo provoco una simpatía espontánea, natural, que no puedo enorgullecerme de recibir de los que me tratan con más intimidad, impropiamente dicha…

La fraternidad tiene sus sutilezas.

Unos gobiernan el mundo, otros son del mundo. Entre un millonario americano, con bienes en Inglaterra o Suiza, y el jefe Socialista de la aldea no hay diferencias de calidad, sino de cantidad. Abajo […] de éstos, nosotros, los amorfos, el dramaturgo inadvertido William Shakespeare, el maestro de escuela John Milton, el vagabundo Dante Alighieri, el mozo de cuerda que me hizo ayer el recado, el barbero que me cuenta chistes, el camarero que acaba de hacerme la fraternidad de desearme esa mejoría, porque sólo me he bebido la mitad del vino.

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