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En la concavidad de la playa a la orilla del mar, entre las selvas y las campiñas de la orilla, subía de la incertidumbre del abismo nulo la inconstancia del deseo encendido. No habría que escoger entre los trigos y los muchos [229], y la distancia continuaba entre cipreses.

El prestigio de las palabras aisladas, o reunidas según una concordancia de sonido, con resonancias íntimas y sonidos divergentes al mismo tiempo que convergen, la pompa de las frases puestas entre los sentidos de las otras, malignidad de los vestigios, esperanza de los bosques, y nada más que la tranquilidad de los estanques entre las quintas de la infancia de mis subterfugios… Así, entre los muros altos de la audacia absurda, en las ringleras de los árboles y en los sobresaltos de lo que se marchita, otro que no fuera yo oiría de los labios tristes la confesión negada a mejores insistencias. Nunca, entre el retiñir de las lanzas en el patio por ver, como si los caballeros viniesen de vuelta del camino visto desde lo alto del muro, habría más sosiego en el Solar de los Últimos, no se recordaría otro nombre, del lado de acá del camino, sino el que encantaba de noche, como el de las moras, al niño que murió después, de la vida y de la maravilla.

Leves, entre los surcos que había en la hierba, porque los pasos abrían nadas entre el verdor agitado, los tránsitos de los últimos perdidos sonaban arrastradamente, como reminiscencias de lo venidero. Eran viejos los que habrían de venir, y sólo jóvenes los que no vendrían nunca. Los tambores habían rodado al borde del camino y los clarines pendían nulos en las manos lasas, que los dejarían si todavía tuviesen fuerza para dejar algo.

Pero, de nuevo, en la conclusión del prestigio, sonaban altos los alaridos acabados, y los perros tergiversaban [230] en las filas de árboles vistos. Todo era absurdo, como un luto, y las princesas de los sueños de los demás se paseaban sin claustros indefinidamente.


22-3-1929.

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