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Tengo ante mí las dos páginas grandes del libro pesado; levanto de su inclinación sobre el pupitre viejo, con ojos cansados, un alma más cansada que los ojos. Más allá de la nada que esto representa, el almacén, hasta la Calle de los Doradores, alinea los anaqueles regulares, los empleados regulares, el orden humano y el sosiego de lo vulgar. En la ventana hay un ruido de lo diferente, y el ruido diferente es vulgar, como el sosiego que hay junto a los anaqueles.

Bajo unos ojos nuevos a las dos páginas blancas, en las que mis números cuidadosos han puesto los lucros de la sociedad. Y, con una sonrisa que guardo para mí, recuerdo que la vida, que tiene estas páginas con nombres de tejidos y dinero, con sus blancos, y sus trazos a regla y de letras, incluye también a los grandes navegantes, a los grandes santos, a los poetas de todas las épocas, todos ellos sin escritura, la vasta prole expulsada de los que hacen valer al mundo.

En el propio registro de un tejido que no sé lo que es, se me abren las puertas del Indo y de Samarcanda, y la poesía de Pérsia, que no es de un sitio ni de otro, hace de sus cuartetos, desrimados en el tercer verso, un apoyo lejano para mi desasosiego. Pero no me engaño, escribo, sumo, y la escritura sigue, hecha normalmente por un empleado de esta oficina [181].

¿1929?

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