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Si considero atentamente la vida que viven los hombres, nada encuentro en ella que la diferencie de la vida que viven los animales. Unos y otros son lanzados inconscientemente a través de las cosas y el mundo; unos y otros se entretienen con intervalos; unos y otros recorren diariamente el mismo trayecto orgánico; unos y otros no piensan más allá de lo que piensan, ni viven más allá de lo que viven. El gato se revuelca al sol y allí duerme. El hombre se revuelca en la vida, con todas sus complejidades, y allí duerme. Ni uno ni otro se libera de la ley fatal de ser como es. Ninguno intenta levantar el peso de ser. Los mayores de entre los hombres aman la gloria, pero la aman, no como a una inmortalidad propia, sino como a una inmortalidad abstracta, de la que quizás no participen.

Estas consideraciones, que en mí son frecuentes, me llevan a una admiración súbita por esa especie de individuos que instintivamente me repugnan. Me refiero a los místicos y a los ascetas -a los remotos de todos los Tibets, a los Simones Estilitas de todas las columnas. Éstos, aunque en el absurdo, intentan de hecho liberarse de la ley animal. Éstos, aunque en la locura, intentan de hecho negar la ley de la vida, el revolcarse al sol y el aguardar a la muerte sin pensar en ella. Buscan, aunque parados en lo alto de la columna; anhelan, aunque en una celda sin luz; quieren lo que no conocen, aunque en el martirio prestado y en la amargura impuestas.

Todos nosotros, que vivimos como animales con más o menos complejidad, atravesamos el escenario como figurantes que no hablan, contentos de la solemnidad vanidosa del trayecto. Perros y hombres, gatos y héroes, pulgas y genios, jugamos a existir, sin pensar en eso (que los mejores piensan sólo en pensar) bajo el gran sosiego de las estrellas. Los otros -los místicos de la mala hora y del sacrificio- sienten al menos, con el cuerpo y lo cotidiano, la presencia mágica del misterio. Son libres porque niegan al sol visible; son plenos porque se han vaciado del vacío del mundo.

Estoy casi místico, con ellos, al hablar de ellos, pero sería incapaz de ser más que estas palabras escritas al sabor de mi inclinación ocasional. Seré siempre de la Calle de los Doradores, como la humanidad entera. Seré siempre, en verso o en prosa, empleado de pupitre. Seré siempre, en lo místico y en lo no místico, local y sumiso, siervo de mis sensaciones y de la hora en que las tenga. Seré siempre, bajo el gran palio azul del cielo mudo, paje de un rito incomprendido, vestido de vida para ejecutarlo, y ejecutado, sin saber por qué, gesto y pasos, posiciones y maneras, hasta que se termine la fiesta, o mi papel en ella, y pueda ir a comer cosas de gala en las grandes barracas que están, según dicen, allá abajo, al fondo del jardín.


18-6-1931.

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