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Hubo un tiempo en que me irritaban las cosas que hoy me hacen sonreír. Y una de ellas, que casi todos los días me recuerdan, es la insistencia con que los hombres cotidianos y activos en la vida se sonríen de los poetas y de los artistas. No siempre lo hacen, como creen los pensadores de los periódicos, con un aire de superioridad. Muchas veces lo hacen con cariño. Pero es siempre como quien acaricia a un niño, alguien ajeno a la certeza y a la exactitud de la vida.

Esto me irritaba antes, porque suponía, como los ingenuos, y yo era ingenuo, que esa sonrisa dedicada a las preocupaciones de soñar y decir era un efluvio de una sensación íntima de superioridad. Es solamente un estallido de diferencia. Y, si antes consideraba yo esa sonrisa como un insulto, porque implicase una superioridad, hoy la considero como una duda inconsciente; como los hombres adultos reconocen muchas veces en los niños una agudeza de espíritu superior a la suya, así nos reconocen, a nosotros que soñamos y lo decimos, un algo diferente del que desconfían como extraño. Quiero creer que, muchas veces, los más inteligentes de entre ellos entrevén nuestra superioridad; y entonces sonríen superiormente para ocultar que la entrevén.

Pero esa superioridad nuestra no consiste en aquello que tantos soñadores han considerado como la superioridad propia. El soñador no es superior al hombre activo porque el sueño sea superior a la realidad. La superioridad del soñador consiste en que soñar es mucho más práctico que vivir, y en que el soñador extrae de la vida un placer mucho más vasto y mucho más variado que el hombre de acción. En mejores y más directas palabras, el soñador es quien es el hombre de acción.

Siendo la vida esencialmente un estado mental, y todo cuanto hacemos o pensamos, válido para nosotros en la proporción en que lo pensamos válido, depende de nosotros la valorización. El soñador es un emisor de billetes, y los billetes que emite circulan por la ciudad de su espíritu del mismo modo que los de la realidad. ¿Qué me importa que el papel moneda de mi alma no sea nunca convertible en oro, si no hay oro nunca en la alquimia facticia de la vida? Después de todos nosotros viene el diluvio, pero es sólo después de todos nosotros. Mejores, y más felices, los que, reconociendo la ficción de todo, hacen la novela antes que les sea hecha, y, como Maquiavelo, visten los trajes de la corte para escribir bien en secreto.


15-5-1930.

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