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Hoy, en uno de los devaneos sin propósito ni dignidad que constituyen gran parte de la substancia espiritual de mi vida, me he imaginado liberado para siempre de la Calle de los Doradores, del patrón Vasques, del contable Moreira, de todos los empleados, del mozo, del chico y del gato. He sentido en sueños mi liberación, como si los mares del Sur me hubiesen ofrecido islas maravillosas por descubrir. Sería entonces el reposo, el arte conseguido, el cumplimiento intelectual de mi ser.

Pero de repente, y en el propio imaginar, que realizaba en un café durante la modesta vacación del mediodía, una impresión de disgusto asaltó a mi sueño: sentí que me daría pena. Sí, lo digo como si lo dijese circunstanciadamente: me daría pena. El patrón Vasques, el contable Moreira, el cajero Borges, todos los buenos muchachos, el chico alegre que lleva las cartas a Correos, el mozo de todos los fletes, el gato cariñoso, todo esto se ha vuelto parte de mi vida; no podría dejar todo esto sin llorar, sin comprender que, por malo que me pareciese, era una parte de mí lo que se quedaba con todos ellos, que el separarme de ellos era una mitad y semejanza de la muerte.

Además, si mañana me alejase de todos ellos, y me quitase este traje de la Calle de los Doradores, ¿a qué otra cosa me acercaría -porque la otra me habría de llegar?, ¿con qué otro traje me vestiría -porque con otro me habría de vestir?

Todos tenemos al patrón Vasques, para unos visible, para otros invisible. Para mí se llama realmente Vasques, y es un hombre saludable, agradable, de vez en cuando brusco pero sin recámara, codicioso pero en el fondo justo, con una justicia de la que carecen muchos grandes genios y muchas maravillas humanas de la civilización, derechas e izquierdas. Para otros será la vanidad, el ansia de más riqueza, la gloria, la inmortalidad… Prefiero al Vasques hombre, mi patrón, que es más tratable, en los momentos difíciles, que todos los patrones abstractos del mundo.

Considerando que yo ganaba poco, me dijo el otro día un amigo, socio de una firma que es próspera porque tiene negocios con el Estado: «tú estás siendo explotado, Borges» [123]. Me recordó eso que lo soy; pero como todos tenemos que ser explotados en la vida, me pregunto si valdrá menos la pena ser explotado por el Vasques de los tejidos que por la vanidad, por la gloria, por el despecho, por la envidia o por lo imposible.

Los hay a los que explota el mismo Dios, y son profetas y santos en la vanidad del mundo.

Y me recojo, como al hogar que tienen otros, en la casa ajena, oficina amplia, de la Calle de los Doradores. Me acerco a mi escritorio como a un baluarte contra la vida. Siento ternura, ternura hasta el llanto, por mis libros de otros en los que escribo, por el tintero viejo de que me sirvo, por las espaldas encorvadas de Sergio, que hace guías de unas remesas un poco más allá de mí. Le tengo cariño a todo eso -o quizás, también, porque nada valga el cariño de un alma, y, si tenemos que darlo por sentimiento, tanto vale darlo al pequeño aspecto de mi tintero como a la gran indiferencia de las estrellas [124].

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