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Desde que las últimas gotas de la lluvia han empezado a espaciarse en la caída de los tejados, y por el centro empedrado de la calle el azul del cielo ha empezado a reflejarse lentamente, el ruido de los vehículos ha adquirido otro canto, más alto y alegre, y se ha oído el abrir de ventanas contra el desolvido del sol. Entonces, por la calle estrecha, desde el fondo de la esquina cercana, ha prorrumpido la invitación del primer vendedor de lotería, y los clavos clavados en los cajones de la tienda de al lado reverberaban en el espacio claro.

Era un día de fiesta dudoso, legal y que no se observaba. Había sosiego y trabajo juntos, y yo no tenía nada que hacer. Me había levantado pronto y tardaba en prepararme para existir. Paseaba de un lado a otro del cuarto y soñaba en voz alta cosas sin ilación ni posibilidad -gestos que me había olvidado de hacer, ambiciones imposibles realizadas sin rumbo, conversaciones completas y continuas que, si existiesen, habrían existido. Y en este devaneo sin grandeza ni calma, en este demorar sin esperanza ni fin, gastaban mis pasos la mañana libre, y mis palabras altas, dichas en voz baja, sonaban múltiples en el claustro /de mi simple aislamiento/.

Mi figura humana, si la consideraba con una atención exterior, era de la ridiculez que todo cuanto es humano asume siempre que es íntimo. Me había puesto, encima de las ropas sencillas del sueño abandonado, un gabán viejo, que me sirve para estas vigilias matutinas. Mis zapatillas viejas estaban rotas, especialmente la del pie izquierdo. Y, con las manos en los bolsillos de la chaqueta póstuma, recorría la avenida de mi cuarto con pasos largos y decididos, realizando con el devaneo inútil un sueño igual que los de todo el mundo.

Todavía, por la frescura abierta de mi única ventana, se oía caer de los tejados las gotas gordas de la acumulación de la lluvia ida. Todavía, vagos, había frescores de haber llovido. El cielo, sin embargo, era de un azul conquistador, y las nubes que quedaban de la lluvia derrotada o cansada cedían, retirándose hacia el lado del Castillo [199], los caminos legítimos de todo el cielo.

Era la ocasión de estar alegre. Pero me pesaba algo, un ansia desconocida, un deseo sin definición, ni siquiera bajo. Se me retrasaba, quizás, la sensación de estar vivo. Y, cuando me asomé desde la ventana altísima a la calle que miré sin verla, me sentí de repente uno de aquellos trapos húmedos de limpiar cosas sucias que se ponen a secar en la ventana, pero se olvidan, enrollados, en el pretil que van manchando lentamente.


25-12-1929.

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