325 Sen[timien]to apocalíptico

Pensando que cada paso en mi vida era el contacto con el horror de lo Nuevo, y que cada nueva persona que yo conocía era un nuevo fragmento vivo de lo desconocido que yo ponía encima de mi mesa para una cotidiana meditación horrorizada, decidí abstenerme de todo, no avanzar hacia nada, reducir la acción al mínimo, hurtarme lo más posible a que yo fuese encontrado ya por los hombres, ya por los acontecimientos, refinar la abstinencia y bizantinizar la abdicación. Tanto (el) vivir me horroriza y me tortura.

Decidirme, terminar algo, salir de lo dudoso y de lo oscuro, son cosas [que] se me figuran catástrofes, cataclismos universales.

Siento a la vida en apocalipsis y cataclismo. Cada día, aumenta en mí la incompetencia para siquiera esbozar gestos para concebirme siquiera en situaciones claras de realidad.

La presencia de los otros -tan inesperado de alma en todo momento- cada día me resulta más dolorosa y angustiadora. Hablar de los demás me recorre de escalofríos. Si muestran interés por mí, huyo. Si me miran, me estremezco. Si (…)

Estoy perpetuamente a la defensiva [304]. Me quejo a la vida y a los demás. No puedo mirar a la realidad frente a frente. El propio sol ya me desanima y me desoía. Sólo de noche, y de noche a solas conmigo, ajeno, olvidado, perdido -sin atadura con la realidad ni parte con la utilidad- me encuentro y me consuelo.

Tengo frío de la vida. Todo es cuevas húmedas y catacumbas sin luz en mi existencia. Soy la gran derrota del último ejército que defendía al último imperio. Me sé [305] al final de una civilización antigua y dominadora. Estoy solo y abandonado, yo que me parece que solía mandar a otros. Estoy sin amigo, sin guía, yo a quien siempre habían guiado otros.

Algo pide en mí compasión eternamente -y llora sobre mí como sobre un dios muerto, sin altares en su culto, cuando la venida candida de los bárbaros moceó en las fronteras y la vida vino a pedir cuentas al imperio de lo que había hecho de su alegría.

Siento siempre recelo de que hablen de mí. He fracasado en todo. Nada he osado siquiera pensar en ser; pensar que lo desearía ni siquiera lo he soñado porque en el propio sueño me he conocido incompatible con la vida, hasta en mi estado visionario de soñador solamente.

Ni un sentimiento levanta mi cabeza de la almohada donde la hundo por no poder con el cuerpo, ni con la idea de que vivo, o siquiera con la idea absoluta de la vida.

No hablo la lengua de las realidades, y entre las cosas de la vida me tambaleo como un enfermo que ha guardado mucha cama y que se levanta por primera vez. Sólo en la cama me siento, en la vida normal. Cuando llega la fiebre, me agrada como cosa natural (…) a mi estar recostado. Como una llama al viento, tiemblo y me aturdo. Sólo en el aire muerto de los cuartos cerrados respiro la normalidad de mi vida.

Ni una añoranza me queda ya de las caracolas a la orilla de los mares. Me he comparado con tenerme a mi alma por convento y no ser yo para mí más que otoño sobre los descampados secos, sin más /vida viva/ que un reflejo vivo como una luz que termina en la obscuridad endovelada [sic] de los estanques, sin más esfuerzo y color que el esplendor [306] violeta -exilio del final del poniente sobre los montes.

En el fondo, ningún otro placer que el análisis del dolor, ni otra voluptuosidad que la del culebrear líquido y doliente de las sensaciones cuando se desmenuzan y se descomponen -leves pasos en la sombra incierta, suaves al oído, y nosotros ni nos volvemos para saber de quién son, vagos cantos lejanos, cuyas palabras no tratamos de captar, pero donde nos arrulla más lo indeciso de lo que dirán y la incertidumbre del lugar de donde vienen; tenues secretos de aguas pálidas, que llenan de lejanías leves los espacios (…) y nocturnos; campanillas de carros lejanos ¿regresando a dónde? y qué alegrías allá dentro que no se oyen aquí, somnolientos en el torpor tibio de la tarde donde el verano se olvida en otoño [307]. Han muerto las flores del jardín y, marchitas, son otras flores -más antiguas, más nobles, más coevas en amarillo muerto del misterio y el silencio y el abandono. Las culebras de agua que afloran en los estanques tienen su razón para los sueños. ¿Croar distante de las ranas? ¡Oh campo muerto en mí! ¡Oh sosiego rústico pasado en sueños! ¡Oh mi vida fútil como un campesino que no trabaja y duerme al borde de los caminos con el aroma de los prados entrándole en el alma como una niebla, en un sonido translúcido y fresco, hondo y lleno de entender en todo que nada ata a nada, nocturno, ignorado, nómada y cansado bajo la compasión fría de las estrellas.

Sigo el curso de mis sueños, haciendo de las imágenes escalones para otras imágenes; desplegando, como un abanico, las metáforas casuales en grandes cuadros de visión interior; desato de mí a la vida, y la desecho como a un traje que aprieta. Me oculto entre los árboles lejos de los caminos. Me pierdo. Y logro, durante unos momentos que corren levemente, olvidar el gusto a vida, dejar […] de luz y de bullicio y acabar conscientemente, absurdamente por las sensaciones, como un imperio en ruinas angustiadas [308], y una entrada entre pendones y tambores de victoria en una gran ciudad final donde no lloraría nada, ni desearía nada y ni a mí mismo pediría el ser.

Me duelen las superficies de los azules [309] de los estanques que he creado en sueños. Es mía la palidez de la luna que entreveo sobre paisajes de florestas. Es mi cansancio el otoño de los cielos estancados que recuerdo y no he visto nunca. Me pesa toda mi vida muerta, todos mis sueños faltos, todo lo mío no ha sido mío, en el azul de mis cielos interiores, en el vibrar a la vista del correr de mis ríos del alma, en el vasto e inquieto sosiego de los trigos de las planicies que veo y que no veo.

Una jícara de café; un tabaco que se fuma y cuyo aroma nos atraviesa, los ojos casi cerrados en un cuarto en penumbra… no quiero más de la vida que mis sueños y esto… ¿Que si es poco? No lo sé. ¿Sé yo acaso lo que es poco o lo que es mucho?

Cómo me gustaría ser otro allá por la tarde de verano… Abro la ventana. Todo allá fuera es suave, pero me aflige como un dolor inconcreto, como una sensación vaga de descontento.

Y una última cosa me hiere, me rasga, me destroza el alma toda. Es que yo, a esta hora, a esta ventana, ante estas cosas tristes y suaves, debía ser una figura estética, bella, como una figura de un cuadro -y no lo soy, ni esto soy…

La hora, que pase y olvide… La noche, que venga, que crezca, que caiga sobre todo y nunca se levante. Que esta alma sea mi túmulo para siempre, y que (…) si absoluto en tinieblas, y yo nunca piense vivir sintiendo y deseando [310].

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