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Como una esperanza negra, algo más anticipador pairó; la misma lluvia pareció intimidarse; una negrura sorda se calló sobre el ambiente. Y de pronto, como un grito, un formidable día se astilló. Una luz de infierno frío había visitado el contenido de todo y llenado los cerebros y los rincones. Todo desmayó. Un peso cayó de todo porque el golpe había pasado. La lluvia triste era alegre con su ruido bruto y humilde. Sin querer, el corazón se sentía, y pensar era un aturdimiento. Una vaga religión se formaba en la oficina. Nadie estaba siendo quien era, y el patrón Vasques apareció a la puerta del despacho para pensar en decir algo. Moreira sonrió, teniendo todavía en los alrededores de la cara la amarillez del miedo súbito. Y su sonrisa decía que sin duda el trueno siguiente debería sonar más lejos. Un coche rápido estorbó alto los ruidos de la calle. Involuntariamente, el teléfono tiritó. El patrón Vasques, en vez de retroceder hacia la oficina, avanzó hacia el aparato de la habitación grande. Se produjo un reposo y un silencio y la lluvia caía como una pesadilla. El patrón Vasques se olvidó del teléfono, que no había sonado más. El mancebo se movió, al fondo de la casa, como una cosa incómoda.

Una alegría grande, llena de reposo y de liberación, nos desconcertó a todos. Trabajamos medio aturdidos, agradables, sociables con una profusión natural. El mancebo, sin que nadie se lo dijese, abrió las ventanas de par en par. Un olor a cosa fresca entró, con el aire de agua, por la habitación grande. La lluvia, ya leve, caía humildemente. Los ruidos de la calle, que seguían siendo los mismos, eran diferentes. Se oía la voz de los carreteros, y eran gente de verdad. Nítidamente, en la calle de al lado, las campanillas de los tranvías mostraban cierta sociabilidad con nosotros. Una carcajada de niño desierto [94] hizo de canario en la atmósfera limpia. La lluvia leve decreció.

Eran las seis. Se cerraba la oficina. El patrón Vasques dijo, con la antepuerta entreabierta, «Pueden salir», y lo dijo como una bendición comercial. Me levanté en seguida, cerré el libro y lo guardé. Puse el portaplumas, visiblemente, en la depresión del tintero y, avanzando hacia Moreira, le dije «hasta mañana» lleno de esperanza, y le estreché la mano como después de un gran favor.

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