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La vida, para la mayoría de los hombres, es un fastidio pasado sin darse cuenta de él, una cosa triste compuesta con intervalos alegres, algo como los momentos de los chistes que cuentan los veladores de los muertos para pasar el sosiego de la noche y la obligación de velar. Siempre me ha parecido fútil considerar la vida como un valle de lágrimas: es un valle de lágrimas, sí, pero en el que raras veces se llora. Dijo Heine que, después de las grandes tragedias, acabamos siempre por sonarnos la nariz. Como judío, y por tanto universal, vio con claridad la naturaleza universal de la humanidad.

La vida sería insoportable si tomásemos conciencia de ella. Afortunadamente, no lo hacemos. Vivimos con la misma inconsciencia que los animales, del mismo modo fútil e inútil, y si prevemos la muerte, que es de suponer, sin que sea seguro, que ellos no prevén, la prevemos a través de tantos olvidos, de tantas distracciones y desvíos, que apenas podemos decir que pensamos en ella.

Así se vive, y es poco para que nos creamos superiores a los animales. Nuestra diferencia con ellos consiste en el detalle puramente externo de que hablamos y escribimos, de que tenemos inteligencia abstracta para distraernos de tener la concreta, y de imaginar cosas imposibles. Todo esto, sin embargo, son accidentes de nuestro organismo fundamental. El hablar y escribir nada hacen de nuevo en nuestro instinto primordial de vivir sin saber cómo. Nuestra inteligencia abstracta no sirve sino para formular sistemas, o ideas medio-sistemas, de lo que en los animales es estar al sol. Nuestra imaginación de lo imposible no es por ventura propia, pues ya he visto gatos mirando a la luna, y no sé si no la querrían.

Todo el mundo, toda la vida, es un vasto sistema de inconsciencias que opera a través de conciencias individuales. Así como con dos gases, cuando se pasa por ellos una corriente eléctrica, se hace un líquido, así con dos conciencias -la de nuestro ser concreto y la de nuestro ser abstracto- se hace, pasando por ellas la vida y el mundo, una inconsciencia superior.

Feliz, pues, el que no piensa, porque realiza por instinto y destino orgánico lo que todos nosotros tenemos que realizar por desvío y destino inorgánico o social. Feliz el que más se asemeja a los brutos, porque es sin esforzarse lo que todos nosotros somos con un trabajo impuesto; porque sabe el camino de casa, que nosotros no encontramos sino por atajos de ficción y regreso; porque, enraizado como un árbol, es parte del paisaje y por lo tanto de la belleza, y no, como nosotros, mitos del paso, figurantes de traje vivo de la inutilidad y del olvido.


23-3-1933.

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