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El mozo ataba los paquetes de todos los días en el final crepuscular de la vasta oficina. «¡Qué trueno tan grande!», dijo, a nadie, con un tono alto de «buenos días», el crudelísimo bandido. Mi corazón empieza a latir nuevo. El apocalipsis había pasado. /Se hizo una pausa./

Y con qué alivio -luz fuerte y clara, espacio, trueno duro- este tronar próximo ya alejado nos aliviaba de lo que había habido. Dios había cesado. Me sentí respirar con los pulmones enteros. Me doy cuenta de que había poco aire en la oficina. Noté que había allí otra gente, que no era el mozo. Todos habían estado callados. Sonó una cosa trémula y encrespada: era la hoja espesa del Libro Mayor que Moreira había vuelto para delante, bruscamente, para comprobar.

¿1930?

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