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En la niebla leve de la mañana de media-primavera, la Baja despierta entorpecida y el sol nace como con lentitud. Hay una alegría sosegada en el aire con mitad de frío, y la vida, al soplo leve de la brisa que no hay, tirita vagamente por el frío que ya ha pasado, por el recuerdo del frío más que por el frío, por la comparación con el verano próximo, más que por el tiempo que está haciendo.

No han abierto todavía las tiendas, salvo las lecherías y los cafés, pero el reposo no es de torpor, como el del domingo; es tan sólo de reposo. Un rastro rubio se antecede en el aire que se revela, y el azul se colorea pálidamente a través de la bruma que se extingue. El movimiento comienza poco a poco por las calles, destaca la separación de los peatones, y en las pocas ventanas abiertas, madrugan también apariciones. Los tranvías trazan a medio-aire [130] su surco móvil amarillo y numerado. Y, de minuto en minuto, sensiblemente, las calles se desdesiertan.

Fluctúo, atención sólo de los sentidos, sin pensamiento ni emoción. Me he despertado temprano; he salido a la calle sin prejuicios. Examino como quien medita. Veo como quien piensa. Y una leve niebla de emoción se levanta absurdamente ante mí; la bruma que va saliendo de lo exterior parece que se me infiltra lentamente.

Sin querer, siento que he estado pensando en mi vida. No me di cuenta, pero así ha sido. Creí que solamente veía y oía, que no era más, en este recorrido ocioso, que un reflejador de imágenes, un biombo blanco sobre el que la realidad proyecta colores y luz en vez de sombras. Pero era más, y no lo sabía. Era también el alma que se niega, y mi propio abstracto observar era también una negación.

Se entolda el aire de falta de niebla, se entolda de luz pálida, en la que parece que se ha mezclado la niebla. Me doy cuenta súbitamente de que el ruido es mucho mayor, que existe mucha más gente. Los pasos de los más transeúntes son menos apresurados. Aparece, rompiendo su ausencia y la menor prisa de los demás, el correr andado de las pescaderas, la oscilación de los panaderos, monstruos con cesto, y [la] igualdad divergente de las vendedoras de todo lo demás se desmonotoniza sólo en el contenido de las cestas, donde los colores divergen más que las cosas. Los lecheros cencerrean, como llaves huecas y absurdas, las latas desiguales de su oficio andante. Los policías detienen la circulación en los cruces, mentís uniformado de la civilización al movimiento invisible de la subida del día.

Ojalá, en este instante lo siento, fuera alguien que pudiese ver esto como si no tuviese con ello más relación que el verlo: ¡contemplarlo todo como si fuera el viajero adulto llegado hoy a la superficie de la vida! No haber aprendido, del nacimiento en adelante, a dar sentidos dados a todas estas cosas, poder verlas con la expresión que tienen separadamente de la expresión que les ha sido impuesta. Poder conocer en la pescadera su realidad humana independiente de que se la llame pescadera, y de saber que existe y que vende. Ver al policía como Dios lo ve. Fijarse en todo por vez primera, no apocalípticamente, como revelaciones del Misterio, sino directamente, como floraciones de la Realidad.

Suenan -deben ser las ocho las que no cuento- campanadas de horas de campanario o reloj grande. Despierto de mí debido a la trivialidad de haber horas, clausura que la vida social impone a la continuidad del tiempo, frontera en lo abstracto, límite en lo desconocido. Despierto de mí y, mirando a todas las cosas, ahora ya lleno de vida y de humanidad acostumbrada, veo que la niebla que se ha salido de todo el cielo, salvo lo que en el azul flota de todavía no bien azul, me ha entrado verdaderamente en el alma, y al mismo tiempo ha entrado en la parte de dentro de todas las cosas, que es por donde ellas tienen contacto con mi alma. He perdido la visión de lo que veía. Me he cegado con vista. Siento ya con la trivialidad del conocimiento. Esto, ahora, no es ya la Realidad: es simplemente la Vida.

…Sí, la Vida a la que yo también pertenezco, y que también me pertenece a mí; no ya la Realidad, que es sólo de Dios, o de sí misma, que no contiene misterio ni verdad, que, puesto que es real o finge serlo, en algún lugar existirá fija, libre de ser temporal o eterna, imagen absoluta, idea de un alma que fuese exterior.

Vuelvo lentos los pasos más rápidos de lo que creo hacia la puerta por la que subiré de nuevo a casa. Pero no entro; sigo hacia delante. La Plaza de la Figueira [131], bostezando venderes [sic] de varios colores, me cubre desparroquiándose el horizonte de vendedor ambulante [132]. Avanzo lentamente, muerto, y mi visión ya no es nada: es sólo la del animal humano que ha heredado sin querer la cultura griega, el orden romano, la moral cristiana y todas las demás ilusiones que forman la civilización en la que siento.

¿Dónde estarán los vivos?

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