Hacer una obra y reconocerla mala después de hecha es una de las tragedias de mi alma. Sobre todo es grande cuando se reconoce que esa obra es la mejor que se podía hacer. Pero al ir a escribir una obra, saber de antemano que tiene que ser imperfecta y fracasada; al estar escribiéndola, estar viendo que es imperfecta y fracasada: esto es el máximo de la tortura y de la humillación del espíritu. No sólo de los versos que escribo siento que no me satisfacen, sino que sé que los versos que estoy para escribir tampoco me satisfarán. Lo sé filosóficamente, como carnalmente, por una entrevisión oscura y gladiolada.
¿Por qué escribo entonces? Porque, predicador que soy de la renuncia, no he aprendido todavía a practicarla plenamente. No he aprendido a abdicar de la tendencia al verso y la prosa. Tengo que escribir como cumpliendo un castigo. Y el mayor castigo es el de saber que lo que escribo resulta enteramente fútil, fracasado e inseguro.
De niño, escribía ya versos. Entonces escribía versos muy malos, pero los creía perfectos. Nunca más volveré a sentir el placer falso de producir obra perfecta. Lo que escribo hoy es mucho mejor. Es mejor, incluso, que lo que podrían escribir los mejores. Pero está infinitamente por debajo de lo que yo, no sé por qué, siento que podía -o tal vez que debía- escribir. Lloro por mis versos malos de la infancia como por un niño muerto, un hijo muerto, una última esperanza que desapareciese.
(Posterior a 1914.)