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educación sentimental (¿)

Para quien hace del sueño la vida, y del cultivo en estufa de sus sensaciones una religión y una política, para ése, el primer paso, lo que acusa en el alma que ha dado el primer paso, es el sentir las cosas mínimas extraordinaria y desmedidamente. Éste es el primer paso,' y el paso simplemente primero no es más que esto. Saber poner en el saboreo de una taza de té la voluptuosidad extremada que el hombre normal sólo puede encontrar en las grandes alegrías que proceden de la ambición súbitamente satisfecha por completo o de las añoranzas de repente desaparecidas, o bien en los actos carnales y finales del amor; poder encontrar en la visión de un ocaso o en la contemplación de un detalle decorativo esa exasperación de sentirlos que generalmente sólo puede producir, no lo que se ve o se oye, sino lo que se huele y se saborea -esa proximidad del objeto de la sensación que sólo las sensaciones carnales (el tacto, el gusto, el olfato) esculpen al llegar a la conciencia; poder convertir la visión interior, el oído del sueño- todos los sentidos supuestos y de lo supuesto -en recibidores y tangibles como sentidos vueltos hacia lo exterior: escojo éstas, y supónganse las análogas, de entre las sensaciones que el cultivador de sentirse logra, educado ya, espasmar para que den una noción concreta y próxima de lo que trato de decir.

El llegar, sin embargo, a este grado de sensación acarrea al amante de sensaciones el correspondiente peso o gravamen físico de que correspondientemente siente, con idéntica exasperación consciente, lo que de doloroso endosa de lo exterior, y a veces también de lo interior, sobre su momento de atención. Es cuando así constata que sentir excesivamente, si a veces es gozar en exceso, otras es sufrir con prolijidad, y porque lo constata, es por lo que el soñador es llevado a dar el segundo paso en su ascensión hacia sí mismo. Dejo aparte el paso que podrá o no dar, y que, según pueda o no darlo, determinará tal o tal otra actitud, manera de marchar, en los pasos que va dando, según pueda o no aislarse por completo de la vida real (si es rico o no -redunda en eso). Porque supongo comprendido en las entrelineas de lo que narro que, según sea o no posible al soñador aislarse y darse a sí, o no sea, con menor o mayor, intensidad debe concentrarse sobre su obra de despertar morbosamente el funcionamiento de sus sensaciones de las cosas y de los sueños. Quien tiene que vivir entre los hombres, activamente y encontrándolos -y es realmente posible reducir al mínimo la intimidad que se ha de tener con ellos (la intimidad, y no el mero contacto, con gente, es lo que es perjudicial)-, tendrá que hacer helarse a su superficie de convivencia para que todo gesto fraternal y social a él dirigido resbale y no entre o no se imprima. Parece mucho esto, pero es poco. Los hombres son fáciles de alejar: basta con no aproximarnos. En fin, paso sobre este punto y vuelvo a lo que estaba explicando.

El crear una agudeza y una complejidad inmediata a las sensaciones más simples y fatales conduce, decía, si a aumentar inmoderadamente el placer que produce sentir, también a elevar con despropósito el sufrimiento que procede de sentir. Por eso el segundo paso del soñador deberá ser el evitar el sufrimiento. No deberá evitarlo como un estoico o un epicúreo de la primera manera: desedificándose [277], porque así se endurecerá para el placer, lo mismo que para el dolor. Deberá, por el contrario, ir a buscar al dolor el placer, y pasar en seguida a educarse para sentir el dolor falsamente, es decir, a tener, al sentir el dolor, un placer cualquiera. Hay varios caminos hacia esa actitud. Uno es aplicarse exageradamente a analizar el dolor, habiendo preliminarmente dispuesto al espíritu, y ante el placer no analizar sino sólo sentir; es una actitud más fácil, para los superiores, claro, de lo que parece al decirla. Analizar el dolor y acostumbrarse a entregar al dolor siempre que aparece, y hasta que esto ocurra instintivamente, al análisis añade a todo dolor el placer de analizar. Una vez exagerado el poder y el instinto de analizar, su ejercicio lo absorbe pronto todo y del dolor sólo queda una materia indefinida para el análisis.

Otro método, más sutil éste y más difícil, es acostumbrarse a encarnar al dolor en una determinada figura ideal. Crear otro Yo que sea el encargado de sufrir en nosotros, de sufrir lo que sufrimos. Crear después un sadismo interior, todo masoquista, que disfrute su sufrimiento como si fuese el de otro. Este método -cuyo aspecto primero, leído, es de imposible- no es fácil, pero está lejos de presentar dificultades para los entrenados en la mentira interior. Pero es eminentemente realizable. Y entonces, una vez conseguido esto, qué sabor a sangre y a enfermedad, qué extraño amargor de gozo lejano y decadente, visten el dolor y el sufrimiento: doler se emparenta con el inquieto y enojoso auge de los espasmos. Sufrir, el sufrir largo y lento, tiene el amarillo íntimo de la vaga felicidad de las convalecencias profundamente sentidas. Y un refinamiento consumido con desasosiego y enfermedad aproxima esa sensación compleja a la inquietud que causan los placeres con la idea de que huirán, y a la dolencia que los placeres sacan del antecansancio que nace de pensar en el cansancio que provocarán.

Hay un tercer método para sutilizar en placeres los dolores y hacer de las dudas y de las inquietudes un blando lecho. Es el dar a las angustias y a los sufrimientos, mediante una aplicación irritada de la atención, una intensidad tan grande que, por su propio exceso, traigan el placer del exceso, así como mediante la violencia sugieran, a quien por hábito y educación del alma al placer se consagra y dedica, el placer que duele porque es mucho placer, el gozo que sabe a sangre porque ha herido. Y cuando, como en mí -refinador que soy de refinamientos falsos, arquitecto que me construyo con sensaciones sutilizadas a través de la inteligencia, de la abdicación de la vida, del análisis y del propio dolor-, los tres métodos son empleados juntamente, cuando un dolor, sentido inmediatamente, y sin demoras para la estrategia íntima, es analizado hasta la impasibilidad, situado en un Yo exterior hasta la tiranía, y enterrado en mí hasta el auge de ser dolor, entonces me siento yo verdaderamente el triunfador y el héroe. Entonces me para la vida, y el arte se arroja a mis pies.

Todo esto constituye solamente el segundo paso que el soñador debe dar hacia su sueño.

El tercer paso, el que conduce al umbral del Templo, ése ¿quién que no sea yo ha sabido darlo? Ése es el que cuesta porque exige aquel esfuerzo interior que es inmensamente más difícil que el esfuerzo en la vida, pero que ofrece compensaciones al alma que la vida nunca podrá ofrecer. Ese paso es, todo esto sucedido, todo esto total y conjuntamente hecho -sí, empleados los tres métodos sutiles y empleados hasta gastarlos-, pasar a la sensación inmediatamente a través de la inteligencia pura, filtrarla por el análisis superior para que se esculpa en forma literaria y adquiera volumen y relieve propio. Entonces la he fijado del todo. Entonces he convertido lo irreal en real y he ofrecido a lo inaccesible un pedestal eterno. Entonces he sido yo, dentro de mí, coronado Emperador.

Porque no creáis que escribo para publicar, ni para escribir ni para hacer arte siquiera. Escribo porque es el fin, el refinamiento supremo, el refinamiento temperamentalmente ilógico, (…) de mi cultivo de estados de alma. Si agarro una sensación mía y la deshilo hasta poder, con ella, tejerle a la realidad interior la que llamo La Floresta de la Enajenación, o el Viaje Nunca Hecho, creed que lo hago, no para que la prosa suene lúcida y trémula, o incluso para gozar yo con la prosa -aunque también eso quiero, también ese primor final añado, como un caer bello de telón en mis escenarios soñados-, sino para que otorgue exterioridad completa a lo que es interior, para que así realice lo irrealizable, conjugue lo contradictorio y, volviendo al sueño exterior, le dé su máximo poder de puro sueño, estancador de la vida que soy, burilador de inexactitudes, paje doliente de mi alma Reina, leyéndole al crepúsculo, no los poemas que están en el libro, abierto encima de mis rodillas, de mi Vida, sino los poemas que voy construyendo y fingiendo que leo, y ella fingiendo que oye, mientras la Tarde, allá fuera no sé cómo o dónde, dulcifica sobre esta metáfora erguida dentro de mí en Realidad Absoluta la luz tenue y última de un misterioso día espiritual.

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