Cuanto más alto está el hombre, de más cosas tiene que privarse. En la cumbre no hay sitio sino para el hombre solo. Cuanto más perfecto es, más completo; y cuanto más completo, menos otro.
Estas consideraciones han venido a hacerme compañía después de leer en un diario la noticia de la gran vida múltiple de un hombre célebre. Era un millonario americano, y lo había sido todo. Había tenido cuanto ambicionaba -dinero, amores, afectos, dedicaciones, viajes, colecciones. No es que el dinero lo pueda todo, pero el gran magnetismo con el que se obtiene mucho dinero lo puede, efectivamente, casi todo.
Cuando dejaba el diario en la mesa del café, ya reflexionaba que lo mismo, en su esfera, podría decir el dependiente de comercio, más o menos conocido mío, que almuerza todos los días, como hoy está almorzando, en la mesa del fondo del rincón. Todo cuanto el millonario ha tenido, este hombre lo ha tenido; en menor grado, es cierto, pero en proporción a su estatura. Los dos hombres han conseguido lo mismo; no hay diferencia de celebridad, porque, también allí, la diferencia de ambientes establece la identidad. No hay nadie en el mundo que no conozca el nombre del millonario americano, pero no hay nadie en la plaza de Lisboa que no conozca el nombre del hombre que está almorzando allí.
Estos hombres, al final, han conseguido todo cuanto la mano puede alcanzar extendiendo el brazo. Variaba en ellos la longitud del brazo; en lo demás eran iguales. No he conseguido nunca tener envidia de esta especie de gente. Siempre he opinado que la virtud estaba en conseguir lo que no se alcanza, en vivir donde no se está, en estar más vivo después de muerto que cuando se está vivo, en conseguir, en fin, algo imposible [353], absurdo, en vencer, como a obstáculos, la propia realidad del mundo.
Si me dijesen que es nulo el placer de durar después de no existir, respondería, primero, que no sé si lo es o no, pues no sé la verdad sobre la supervivencia humana; respondería, después, que el placer de la fama futura es un placer presente -la fama es la que es futura. Y es un placer de orgullo igual a ninguno que cualquier posesión material consiga proporcionar. Puede ser, en efecto, ilusorio, pero, sea lo que sea, es más generoso que el placer de disfrutar tan sólo de lo que está aquí. El millonario americano no puede creer que la posteridad vaya a apreciar sus poemas, visto que no ha escrito ningunos; el dependiente de comercio no puede suponer que el futuro vaya a deleitarse con sus cuadros, visto que no ha pintado ningunos.
Yo, sin embargo, que en la vida transitoria no soy nada, puedo disfrutar de la visión del futuro leyendo esta página, pues efectivamente la escribo; puedo enorgullecerme, como de un hijo, de la fama que tendré, porque, por lo menos, tengo con qué tenerla. Y cuando pienso esto, al levantarme de la mesa, es con una íntima majestad como mi estatura invisible se hiergue por cima de Detroit, Michigan, y de toda la plaza de Lisboa.
Me doy cuenta, sin embargo, de que no ha sido con estas reflexiones con las que he empezado a reflexionar. En lo que pensé en seguida fue en lo poco que tiene que ser en la vida quien tiene que sobrevivir. Tanto vale una reflexión como la otra, pues son la misma. La gloria no es una medalla, sino una moneda: de un lado tiene la Cara, del otro una indicación del valor. Para los valores mayores no hay moneda: son de papel y ese valor es siempre poco.
Con estas psicologías metafísicas se consuelan los humildes como yo.
2-2-1931.