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Pienso, muchas veces, en cómo sería sí, resguardado del viento de la suerte por el biombo de la riqueza, nunca hubiese sido traído, de la mano moral de mi tío, a una oficina de Lisboa ni hubiese ascendido de ella a otras, hasta esa cumbre barata de buen auxiliar de contabilidad, con un trabajo como una especie de siesta y una paga que da para ir viviendo.

Sé bien que, si ese pasado que no fue hubiese sido, yo no sería hoy el capaz de escribir estas páginas, en todo caso mejores, por algunas, que las ningunas que en mejores circunstancias no habría hecho más que soñar. Es que la trivialidad es una inteligencia y la realidad, sobre todo si es estúpida y áspera, un complemento natural del alma.

Debo al ser contable gran parte de lo que puedo sentir y pensar como la negación y la fuga del cargo.

Si tuviese que inscribir, en el sitio sin letras de la respuesta de un cuestionario, a qué influencias literarias estaba agradecida la formación de mi espíritu, abriría el espacio punteado con el nombre de Cesário Verde [166], pero no lo cerraría sin inscribir los nombres del patrón Vasques, del dependiente Vieira y de Antonio, el mozo de la oficina. Y a todos les pondría, con letras magnas, la dirección clave LISBOA.

Bien mirado, tanto Cesário Verde como éstos han sido para mí visión del mundo coeficientes de corrección. Creo que ésta es la frase, cuyo sentido exacto evidentemente ignoro, con que los ingenieros designan el tratamiento que se da a las matemáticas para que puedan andar hasta la vida. Si es así, ha sido eso mismo. Si no lo es, pase por lo que podría ser, y valga la intención por la metáfora fracasada.

Considerando, además, y con toda la claridad que puedo, lo que ha sido aparentemente mi vida, la veo como una cosa colorida -envoltorio de chocolatina o vitola de puro- barrida, por el cepillo leve de la criada que escucha desde arriba, del mantel por levantar hacia el cogedor de las migajas, entre las cortezas de la realidad propiamente dicha. Se destaca de las cosas cuyo destino es igual debido a un privilegio que también va a tener el cogedor. Y la conversación de los dioses continúa por cima del cepillar, indiferente a estos incidentes del servicio del mundo.

Sí, si yo hubiese sido rico, protegido, cepillado, ornamental, no habría sido ni ese breve episodio de papel bonito entre las migas; me habría quedado en un plato de la suerte -«no, muy agradecida»- y me recogería el aparador para envejecer. Así, rechazado después de haberme comido el meollo práctico, voy con el polvo de lo que queda del cuerpo de Cristo al cubo de la basura, y no me imagino lo que viene después, y entre qué astros; pero siempre es seguir.

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