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Dicen que el tedio es una enfermedad de inertes, o que ataca sólo a quienes nada tienen que hacer. Esa enfermedad del alma es sin embargo más sutil: ataca a quienes tienen disposición para ella, y perdona menos a los que trabajan, o fingen trabajar (lo que para el caso es lo mismo) que a los inertes de verdad.

Nada hay peor que el contraste entre el esplendor natural de la vida interior, con sus Indias naturales y sus países desconocidos, y la sordidez, aunque en realidad no sea sórdida, de la rutina de la vida. El tedio pesa más cuando no tiene la disculpa de la inercia. El tedio de los grandes esforzados es el peor de todos.

No es el tedio de la enfermedad del aburrimiento de no tener nada que hacer, sino la enfermedad mayor de sentirse que no vale la pena hacer nada. Y, siendo así, cuanto más hay que hacer, más tedio hay que sentir.

¡Cuántas veces levanto del libro en que estoy escribiendo y en el que trabajo la cabeza vacía de todo el mundo! Más me valdría encontrarme inerte, sin hacer nada, sin tener que hacer nada, porque ese tedio, aunque real, por lo menos lo disfrutaría. En mi tedio presente no hay reposo, ni nobleza, ni bienestar en el que haya un malestar: hay un apagamiento enorme de todos los gestos hechos, no un cansancio virtual de los gestos por no hacer.


18-9-1933.

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