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Detesto la lectura. Siento un tedio anticipado de las páginas desconocidas. Sólo soy capaz de leer lo que ya conozco. Mi libro de cabecera es la Retórica del Padre Figueiredo [49], donde leo todas las noches, por la cada vez más milésima vez, la descripción, en el estilo de un portugués conventual y perfecto, las figuras retóricas, cuyos nombres, mil veces leídos, no he aprendido todavía. Pero me arrulla el lenguaje (…) y si me faltasen las palabras justas [50] escritas con C, dormiría inquieto.

Debo, a pesar de ello, al libro del Padre Figueiredo, con su exageración de purismo, el relativo escrúpulo que siento -todo lo que puedo sentir- de escribir la lengua en que registro con la propiedad que… Y leo:


(un trecho del P. Figueiredo) [51]

y esto me consuela de vivir

o, si no,

(un trecho sobre figuras)

que vuelve en el prefacio

No exagero una pulgada verbal: siento todo esto. Como otros pueden leer trechos en la Biblia, los leo de la Retórica. Tengo la ventaja del reposo y de la falta de devoción.

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