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¿Niebla o humo? ¿Subía de la tierra o bajaba del cielo? No se sabía: era más como una enfermedad del aire que una bajada o una emanación. A veces, parecía más una enfermedad de los ojos que una realidad de la naturaleza.

Fuese lo que fuese, iba por todo el paisaje una inquietud turbia, hecha de olvido y de atenuación. Era como si el silencio del mal sol tomase por suyo un cuerpo imperfecto. Se diría que iba a suceder algo y que por todas partes había una intuición, debido a la cual lo visible se velaba.

Era difícil decir si el cielo tenía nubes o más bien nieblas.

Era un torpor empañado, aquí y allí colorido, un acenizamiento imponderablemente amarillento, salvo donde se deshacía en color rosa falso, o donde se estancaba azuleando, pero allí no se distinguía si era el cielo que se revelaba, si era otro azul que lo encubría.

Nada era definido, ni lo indefinido. Por eso apetecía llamar humo a la niebla, porque no parecía niebla, o preguntar si era niebla o humo, porque no se advertía nada de lo que era. El mismo calor del aire colaboraba en la duda. No era calor, ni frío, ni fresco; parecía componer su temperatura con elementos sacados de otras cosas que el calor. Se diría, de verdad, que una niebla fría a los ojos era caliente al tacto, como si tacto y vista fuesen dos modos sensibles del mismo sentido.

No era, en torno a los contornos de los árboles, o de las esquinas de los edificios, aquel esfumarse de salientes o de aristas, que la verdadera niebla trae, al estancarse, o el verdadero humo, natural, entreabre y entreoscurece. Era como si cada cosa proyectase una sombra vagamente diurna, en todos los sentidos, sin luz que la explicase como sombra, sin lugar de proyección que la justificase como visible.

Ni visible era: era como un comienzo de ir a verse algo, pero en todas partes por igual, como si lo a revelar dudase en ser aparecido.

¿Y qué sentimiento había? La imposibilidad de tenerlo, el corazón deshecho en la cabeza, los sentimientos confundidos, un torpor de la existencia despierta, un apurar de algo anímico como lo oído, hacia una revelación definitiva, inútil, siempre apareciendo ya, como la verdad, siempre, como la verdad, gemela del nunca aparecer.

Hasta las ganas de dormir, que recuerdan al pensamiento, desaparté [143], por parecer un esfuerzo el mero bostezo de tenerlas. Hasta dejar de ver hace doler los ojos. Y, en la abdicación incolora del alma entera, sólo los ruidos exteriores, lejos, son el mundo imposible que todavía existe.

¡Ah, otro mundo, otras cosas, otra alma con que sentirlas, otro pensamiento con que saber de esa alma! ¡Todo, hasta el tedio, menos este esfumarse del alma y de las cosas, este desamparo azulado de la indefinición de todo!


2-11-1932.

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