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Desde antes de la mañana temprano, contra el uso solar de esta ciudad clara, la niebla envolvía [182], en un manto leve, que el sol fue crecientemente dorando, las casas múltiples, los espacios abolidos, los accidentes de la tierra y de las construcciones. Llegada, sin embargo, la hora alta de antes del mediodía, empezó a deshilacharse la bruma blanda, y, en hálitos de sombras de velos, a cesar imponderablemente. Hacia las diez de la mañana, sólo un tenue mal-azular del cielo revelaba que había habido niebla.

Las facciones de la ciudad renacieron del resbalar de la máscara de la veladura. Como si una ventana se abriese, el día ya rayado rayó. Hubo un leve cambio en los ruidos de todo. Aparecieron también. Un tono azul se insinuó hasta en las piedras de las calles y en las auras impersonales de los transeúntes. El sol era caliente, pero todavía humedad caliente. Se filtraba invisiblemente la niebla que ya no existía.

El despertar de una ciudad, sea entre niebla o de otro modo, es siempre para mí algo más enternecedor que el rayar de la aurora sobre los campos. Renace mucho más, hay mucho más que esperar, cuando, en vez de sólo dorar, primero de luz oscura, después de luz húmeda, más tarde de oro claro, los céspedes, los relieves de los arbustos, las palmas de las manos de las hojas, el sol multiplica sus posibles efectos en las ventanas, en las paredes, en los tejados, -[…] cuando mañana […] a tantas realidades diferentes. Una aurora en el campo me hace bien; una aurora en la ciudad, bien y mal, y por eso me hace más que bien. Sí, porque la esperanza /mayor/ que me trae tiene, como todas las esperanzas, ese amargor lejano y añorante de no ser realidad. La mañana del campo existe; la mañana de la ciudad promete. Una hace vivir; la otra hace pensar. Y yo he de sentir siempre, como los grandes malditos, que más vale pensar que vivir [183].

10 y 11-9-1931.

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