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El aislamiento me ha tallado a su imagen y semejanza. La presencia de otra persona -aunque sea de una sola persona- me atrasa inmediatamente el pensamiento y, al paso que en el hombre normal el contacto con otro es un estímulo para la expresión y para el dicho, en mí, ese contacto es un contraestímulo, si es que esta palabra compuesta es viable ante el lenguaje. Soy capaz, a solas conmigo, de idear muchas frases ingeniosas, respuestas rápidas a lo que nadie ha dicho, fulguraciones de una sociabilidad inteligente con persona ninguna; pero todo eso se me esfuma si estoy ante un otro físico, pierdo la inteligencia, dejo de poder decir, y, al fin de unos cuartos de hora, sólo siento sueño. Sí, hablar con gente me da ganas de dormir. Sólo mis amigos espectrales e imaginados, sólo mis conversaciones resultantes del sueño tienen una verdadera realidad y un justo relieve, y en ellos el espíritu está presente como una imagen en un espejo.

Me pesa, además, toda idea de ser forzado a un contacto con otro. Una simple invitación a cenar con un amigo me produce una angustia difícil de definir. La idea de una obligación social cualquiera -ir a un entierro, tratar con alguien de un asunto de la oficina, ir a esperar en la estación a una persona cualquiera, conocida o desconocida-, sólo esa idea me estorba los pensamientos de un día, y a veces me preocupo desde la misma víspera, y duermo mal, y el caso real, cuando sucede, es absolutamente insignificante, no justifica nada; y el caso se repite y yo no aprendo nunca a aprender.

«Mis hábitos son de la soledad, que no de los hombres»; no sé si fue Rousseau, si Senancour, el que dijo esto. Pero fue un espíritu de mi especie; no podré decir, quizás, de mi raza.

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