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En mi alma innoble y profunda registro, día a día, las impresiones que forman la substancia exterior de mi conciencia de mí. Las pongo en palabras vagabundas, que desertan de mí desde que las escribo, y yerran, independientes de mí, por pendientes y céspedes de imágenes, por hileras de conceptos, por veredas de confusiones. Esto no me sirve de nada, pues nada me sirve de nada. Pero me tranquilizo escribiendo, como quien respira mejor sin que la enfermedad haya pasado.

Hay quien, estando distraído, escriba rayas y nombres absurdos en el secante sujeto con cantoneras. Estas páginas son los garabatos de mi inconsciencia intelectual de mí mismo. Las trazo con una modorra de sentirme, como un gato al sol, y las releo, a veces, con un vago pasmo tardío, como el de haberme acordado de algo que siempre olvidara.

Cuando escribo, me visito solemnemente. Tengo salas especiales, recordadas por otro en intersticios de la representación, donde me deleito analizando lo que no siento, y me examino como a un cuadro en la sombra.

Perdí, antes de nacer, mi castillo antiguo. Fueron vendidas, antes de que yo fuese, las tapicerías de mi palacio solariego. Mi solar de antes de la vida cayó en ruinas, y sólo en ciertos momentos, cuando el claro de luna nace en mí desde por cima de los juncos del río, me enfría la nostalgia de los lados de donde el resto desdentado de los muros [231] se recorta negro contra el cielo de un azul oscuro blancuzco que tira a amarillo lechoso.

Me distingo a esfinges [232]. Y del regazo de la reina que me falta cae, como un episodio del bordado inútil, el ovillo olvidado de mi alma. Rueda por debajo del armario de adornos metálicos, y hay en mí aquello que lo sigue como unos ojos hasta que se pierde en un gran horror de túmulo y de final.

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